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Daniel Morcate

Peligro a bordo

El viajar en avión probablemente nunca volverá a ser el placer que fue una vez, pero tampoco deberíamos resignarnos a que sea un tormento ni mucho menos un riesgo potencialmente mortal.

No hace falta estudio alguno para convencernos de que viajar en avión hace tiempo que dejó de ser un placer, especialmente para quienes tenemos como punto de partida o de llegada algún lugar de Estados Unidos. El asunto se ha vuelto tan obvio que ya ni siquiera hace falta montarse en un avión para comprobarlo. Basta con darse una vuelta a cualquier hora por cualquier aeropuerto de cualquier ciudad grande o mediana, como Miami o Fort Lauderdale, que son los que utilizo con mayor frecuencia, para constatar las largas colas frente a los mostradores de facturación, el gran número de pasajeros acampados en el suelo durante horas y días enteros, las discusiones acaloradas entre viajeros y empleados de líneas aéreas y los paranoicos registros de seguridad. De esta forma, uno de los avances tecnológicos más útiles y placenteros se ha convertido en uno de los más tortuosos, validando una vez más la sentencia bíblica que dice "quien añade ciencia añade dolor".

Muchos dolores de cabeza que provocan los viajes en avión son el resultado de su extraordinaria popularidad. La industria aérea es víctima de su propio éxito. Y también lo somos sus clientes. Pero el estudio anual de sus servicios que desde 1991 realizan expertos de las universidades de Omaha y Wichita State sugiere que las líneas aéreas nos están infligiendo no pocas angustias evitables. Entre ellas destacan la sobreventa de billetes, los cobros arbitrarios y excesivos por el equipaje, los daños y pérdidas de ese mismo equipaje por el que nos esquilman y el pésimo servicio a bordo.

Una consecuencia es que el número de quejas de pasajeros aumentó nada menos que 60 por ciento desde el año pasado. La tónica de esas quejas es que los clientes de líneas aéreas estamos pagando mucho más por servicios cada vez más deficientes. Y que muchos están sufriendo considerables pérdidas económicas y emocionales por los retrasos crónicos, las frecuentes cancelaciones y los extravíos de equipajes.

Sin embargo, la deficiencia más grave en la que están incurriendo las líneas aéreas ni siquiera se refleja en el estudio anual titulado Airline Quality Rating. Me refiero al relajamiento criminal de las normas de seguridad que exige la Administración Federal de Aviación, FAA por sus siglas en inglés, y al esfuerzo complementario para influir sobre funcionaros de esa misma agencia a fin de que hagan la vista gorda. Esta práctica alarmante y deplorable pone en peligro las vidas de miles y miles de pasajeros. Y difícilmente la hubiéramos conocido de no haberlas denunciado, con gran riesgo personal, dos inspectores de la FAA que valientemente se negaron a hacerles el temerario juego a superiores irresponsables o corruptos.

Las denuncias de los inspectores motivaron audiencias en el Congreso y súbitas revisiones de los aviones de las principales aerolíneas nacionales. Pero ese debería ser sólo el comienzo de la intervención federal en este delicado asunto. El Congreso y la Casa Blanca suelen sacarles las castañas del fuego a las empresas aéreas cuando éstas se hallan en apuros financieros. Y justifican los rescates millonarios, que costeamos los contribuyentes, diciendo que ofrecen un servicio vital para la economía del país. Ahora deberían exigirles cuentas por el pobre servicio y las prácticas negligentes a los ejecutivos de líneas aéreas y a los funcionarios federales que se dejaron manipular. El viajar en avión probablemente nunca volverá a ser el placer que fue una vez, pero tampoco deberíamos resignarnos a que sea un tormento ni mucho menos un riesgo potencialmente mortal.

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