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Jorge Vilches

Viaje al centro de la nada

La clave es saber qué modelo de partido van a darse los populares. Si optan por una organización de corte confederal, adaptada a la deriva propia de las autonomías, se potenciará la pluralidad de discursos y el liderazgo débil.

En los últimos meses se ha pasado de debatir qué es España a qué es el Partido Popular. Y no es que uno y otro sean lo mismo, sino que en la actualidad la suerte del último marcará el debate sobre la primera. Porque las incógnitas que se abaten sobre el PP son grandes y, tarde o temprano, traumáticas.

La clave es saber qué modelo de partido van a darse los populares. Si optan por una organización de corte confederal, adaptada a la deriva propia de las autonomías, se potenciará la pluralidad de discursos y el liderazgo débil. En este orden de cosas, de nada valdrá dar la batalla ideológica, ni siquiera estratégica, porque cada región (o nacionalidad) marcará su propio ideario o estrategia en relación con su disposición al poder. La búsqueda de un líder fuerte carecerá de sentido porque no tendrá facultades ni habrá interés en imponer una línea política en el partido. Será preciso, entonces, un hombre cuya principal cualidad sea el consenso, que se convierta en el ejecutor o gestor de las directrices regionales en las instituciones centrales.

Por otro lado, si se deciden por una dirección central que busque la homogeneidad tendrán que decidir cuáles son sus planteamientos políticos para que el elector reconozca la política popular con independencia de la región (o nacionalidad) en la que viva. Evidentemente, esta opción requiere un líder fuerte, con mando en plaza, y un ideario sólido de cara al interior del partido y diferenciado del que exhibe el adversario. La razón es obvia: la construcción de una alternativa precisa de la constitución previa de una identidad política; es decir, de una imagen y un discurso inequívocamente propios.

Podemos echar un vistazo a la historia, salvando todas las diferencias, que las hay, pero que siempre proporciona una lección. La CEDA, esa Confederación de Derechas Autónomas que llegó a gobernar durante la Segunda República, carecía de un ideario definido y de un líder fuerte. Se la podía encuadrar entre la democracia cristiana, el conservadurismo o, incluso, el autoritarismo, entre la aceptación de la República y el monarquismo, entre el autonomismo y su condena. Tampoco era algo fuera de lo común en la Europa de los años treinta, sobre todo en la derecha.

La consecuencia fue que la CEDA careció de un programa sólido capaz de sobreponerse a la ofensiva revolucionaria de la izquierda. Tomó un carácter defensivo, no alternativo, que fue su perdición: en 1936, en el Gobierno, se presentó a las elecciones buscando la mayoría absoluta –"¡A por los trescientos!", decían–, y fue ampliamente derrotada. Ya en aquel entonces, el acercamiento a los postulados nacionalistas fue un fracaso. Y es que el elector que simpatizaba con la derecha y se sentía de una nación distinta a la española ya contaba con su partido político: el PNV y la Lliga. Como hoy.

Todo apunta a que el camino elegido es el primero: la confederación de populares. Esto supone que se renuncia a proponer una alternativa al cambio en el modelo territorial del Estado que ha impulsado el Gobierno Zapatero, como la propuesta por Vidal-Quadras. Se jugará así a favor del PSOE y de los nacionalistas, reconociendo de forma explícita la justicia y la verdad de sus propósitos y acciones. Y de esta manera se resolverá el debate primigenio –y cansino– sobre qué es España; es decir, que no es nada. Eso sí, desde el centro.

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