Lo que hace sólo nueve meses parecía un sueño para sus partidarios se ha convertido en realidad. Tras una dura y reñida campaña, el senador Barack Obama será el candidato del Partido Demócrata a la presidencia de los Estados Unidos. El apoyo explícito de Hillary Clinton y la igualdad que en estos momentos existe entre él y el republicano John McCain auguran una carrera presidencial incierta en la que ambos candidatos parten de cero.
Apoyado por una amplia coalición y con el voto negro en el bolsillo, el senador Obama se ha hecho en las últimas horas con el respaldo de Clinton, quien a cambio de una salida digna se dispone a utilizar todo su capital político para impedir que los republicanos sigan ocupando
A pesar de su estilo vago e impreciso, Barack Obama ofrece a los americanos algo que los electores de ese país suelen valorar, el cambio. Otra cosa es qué tipo de cambio y hacia dónde, algo que hasta la fecha el candidato demócrata no se ha visto obligado a explicar, aunque a partir de ahora tendrá que hacerlo. Una cosa es la campaña interna, dirigida a las bases de su partido, y otra muy distinta la presidencial. Llegó el momento de convertir la ambigüedad en precisión, un terreno en el que el joven senador se ha movido con bastantes dificultades.
Así, de entre las pocas promesas de Obama, destaca su apuesta por un giro radical en política exterior, que pasaría del enfrentamiento con el terrorismo islámico a su apaciguamiento. Lo que no sabemos es el precio que el candidato está dispuesto a pagar por este proceso de diálogo multilateral, y los costes que para el resto del mundo libre conllevará la renuncia de los Estados Unidos a liderar la lucha contra el totalitarismo.
Igual de confusas y preocupantes resultan sus propuestas económicas: proteccionismo e intervencionismo estatal (sistema público de salud, salario social) par paliar una crisis provocada justamente por el intrusismo de los legisladores en el mercado hipotecario y la intervención de
Por último, Obama es el portador de un mensaje social contradictorio que podría tener efectos perversos. Por una parte, el candidato se presenta como un líder capaz de sanar las heridas ocasionadas por la segregación racial. Sin embargo, este discurso conciliador se contradice con un apoyo decidido a la política de la identidad y a la cultura de la queja, dos fenómenos que lejos de fomentar la concordia ahondan la división y el enfrentamiento.
En definitiva, Obama encarna el triunfo de la política de la escenificación y de la transferencia de la iniciativa y responsabilidad ciudadanas a demiurgos políticos portadores de soluciones mágicas. Una línea suscrita con entusiasmo y rotundidad por la mitad de la amplia y variopinta coalición que sustenta al Partido Demócrata. Veremos qué opina el resto del país.