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Nuevamente África

Quemar hasta la muerte a un niño de seis años porque su padre era miembro de la oposición es sólo un ejemplo de hasta dónde ha llegado la locura de Robert Mugabe.

Quemar hasta la muerte a un niño de seis años porque su padre era miembro de la oposición es sólo un ejemplo de hasta dónde ha llegado la locura de Robert Mugabe. Ya anunció que sólo Dios y no unos simples votos podrían apartarle del poder en Zimbabue, y así ha sido. Puede proclamar que ha sido reelegido presidente, aunque sea por incomparecencia de su adversario, Morgan Tsvangirai. Una brutal campaña de violencia e intimidación durante los últimos meses llevaron al retiro de la oposición de la segunda vuelta electoral.

El gran problema de Mugabe es que aún se cree su mito forjado durante años de lucha contra el colonialismo. El niño educado en las misiones católicas se convirtió en un guerrillero marxista opuesto al régimen de supremacía blanca en Rodesia del Sur. Fue el héroe de la liberación del país, el símbolo del despertar del continente negro, agasajado incluso por Occidente. Pero Mugabe no estaba preparado para entender los nuevos tiempos que se avecinaban ni las necesidades de su país. Como en la era colonial, se instaló un nuevo grupo de elegidos que se repartió la riqueza y el poder, y desde entonces nunca ha estado dispuesto a perder sus privilegios. El país empezó a caer en picado en los noventa y Mugabe sólo fue capaz de responder con fraudes electorales, cierre de periódicos y el reparto de tierras entre su círculo cada vez más rico.

En un país que un día fue el orgullo de África, los niños se mueren de hambre, el índice de pobreza ronda el 70% y la población depende de la ayuda internacional para alimentarse. La esperanza de vida es de 37 años tras haberse reducido a la mitad, y los sistemas de educación y salud se han desmoronado cuando había sido uno de los países con mejores índices en sanidad y educación de África. La inflación supera el 100.000%, la tasa de paro alcanza el 80% y alrededor de 3 millones de personas han huido del país. Los derechos más elementales se pisoteados continuamente sin contemplaciones.

¿Cómo frenar esta tragedia? Es la eterna pregunta que se lanza a la comunidad internacional ante un nuevo episodio que, durante algunos días, remorderá las conciencias de los líderes mundiales. Unos piden sanciones del Consejo de Seguridad de la ONU, que incluyan el embargo de armas y el congelamiento de cuentas en el exterior del presidente y sus allegados. Otros desean un acuerdo entre el partido oficialista de Mugabe y el del líder opositor para crear un Gobierno de unidad en Zimbabue, similar al que terminó recientemente con la crisis interna de Kenia. Los más osados piden una intervención militar internacional, pero nadie está dispuesto a poner medios ni recursos. Algunos sostienen que Gran Bretaña debería tomar las riendas de una posible solución mientras que otros creen que tienen que ser los propios africanos, encabezados por Sudáfrica, los que encaminen en fin de la crisis.

Pero lo que de verdad se espera es nuevamente la inacción de la comunidad internacional ante el desafío de Mugabe y su farsa electoral. Se echará la culpa al egoísmo de Occidente y al simple hecho de que a nadie se le ha perdido nada en África, un continente tan desconocido como lejano. No es así. Hay que recordar que en África se está librando también un juego geopolítico en el que participan potencias como China, Francia o Estados Unidos. Las materias primas, la energía, la inmigración ilegal, la seguridad o el terrorismo demuestran que África no está tan lejos como pensamos. Hay suficientes intereses y países implicados, empezando por los propios Estados africanos, como para hacer algo en Zimbabue y en África.

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