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Gabriel Calzada

La gran evasión

La Agencia Tributaria tuvo que reconocer el pasado abril que en su mayoría los ciudadanos perseguidos por haber sacado parte de su riqueza de nuestro país sin darle una mordida al Gran Hermano son “gente normal”.

La pasada semana asistimos a un nuevo show policial, orquestado esta vez por el titular del Juzgado número uno de la Audiencia Nacional, Santiago Pedraz, con el objeto de amedrentar a quienes, cansados de ver cómo sus ahorros desaparecen a través de las fauces del aparato estatal, planean ponerlos a mejor recaudo fuera de nuestras fronteras. En este caso se trata del penúltimo episodio en el escándalo desatado por el pago del Gobierno de Merkel a un delincuente para robar listados de depositarios de cuentas bancarias en el principado de Liechtenstein. Que los políticos y la Agencia Tributaria española hayan participado en esta campaña de acoso con intimidación y violencia no debería extrañar a nadie. Hacienda no somos todos, como han repetido las campañas televisivas de lavado de cerebro durante años y ahora pretenden enseñan a nuestras futuras generaciones a través de Educación para la Ciudadanía, sino una panda de cuatreros profesionales a sueldo de la usurpadora clase política.

El apetito del Estado y sus gestores es insaciable. Es algo bien sabido por el sufrido pagador de impuestos español, pero esta última operación tiene menos que ver con el hambre de un Estado en tiempos de crisis que con la crisis del Estado voraz. Me explico. El dinero que Hacienda puede recaudar con esta operación es una minucia. No daría ni para pagar los gorritos de los chóferes de los coches oficiales con los que la clase política se pavonea por nuestras calles. Además, el simple hecho de que las pruebas provengan de un acto ilícito debería invalidar cualquier condena. El objetivo es meter el miedo en el cuerpo a todo aquel padre de familia que se esté planteando arriesgarse a sacar el dinero del alcance de los tentáculos de nuestra clase privilegiada y lograr una mejor educación para sus hijos, una mejor pensión, una mejor sanidad o simplemente un colchón con el que poder contar si el Estado decide desplumarnos aún más a través de la maquinaria inflacionista. Este Estado tragaldabas, que cuando no impone verdaderas confiscaciones monetarias a través del pago de toda clase de gravámenes nos quita el poder adquisitivo a través de políticas inflacionistas o se endeuda en nuestro nombre, ha entrado en crisis. No se trata de una crisis financiera. Se trata de una crisis de legitimidad. Cada día son menos los que se creen el cuento de que lo hacen por nosotros; y mucho menos que nos roban para cuidar de los más desfavorecidos. Así es como el Estado voraz ha entrado en crisis, y la reacción de quienes lo gestionan ha sido rugir, mostrar las fauces y dar unos cuantos zarpazos para intimidar al personal.

Consciente de lo peligroso que podría resultar para la salud de la bestia que la población se diera cuenta de la manera en que está siendo desplumada, además de la elevada altura del muro con el que tratan de evitar las fugas de nuestros infiernos fiscales a los paraísos económicos, operaciones policiales como la de la semana pasada se intentan camuflar tras un marketing exquisitamente estudiado. A la operación le llaman "Jade-Limusina" para hacer ver a la opinión pública que los perseguidos son los odiados ricachones. La estrategia es vieja. Consiste en poner la envidia al servicio de las políticas confiscatorias. ¡Patrañas! La Agencia Tributaria tuvo que reconocer el pasado abril que en su mayoría los ciudadanos perseguidos por haber sacado parte de su riqueza de nuestro país sin darle una mordida al Gran Hermano son "gente normal". En cualquier caso, ricos o no, estos perseguidos ciudadanos deberían estar en su perfecto derecho a poner lo que han ganado legítimamente en manos de quien les plazca.

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