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Serafín Fanjul

La venganza de Rumiñahui

Si un ecuatoriano golpea a un español (aquí o en Ecuador), ¿tiene un móvil racista?; y si un dominicano machaca a un ecuatoriano (hay casos a montones, sin salir de Madrid), o a un colombiano, o peruano, o etc., ¿debemos entender idéntica motivación?.

Rumiñahui, en los días de la Conquista del Perú, fue un cacique incaico al que, una vez apresado, Sebastián de Belalcázar le aplicó muy crudos tormentos, para acabar ejecutándolo. Apostillar que aquello estuvo mal entra en terrenos de Pero Grullo, ni siquiera recordando que no otro habría sido el trato que el orejón indígena habría deparado al español de caer en sus manos, o que lindezas semejantes cometían los incas con cañaris o chancas, etnias sometidas a su poder. Estuvo mal pero no tiene remedio.

Casi cinco siglos más tarde, se fundó en España una asociación de inmigrantes ecuatorianos, entre muchas otras ostentando el nombre del mandón quiteño. Si el nuestro fuese un país normal y medio culto, tal denominación se tomaría, al menos, como un gesto poco amistoso y propiciador de discordias. Pero no, por estas tierras nadie sabe nada de nada; y si se sabe, no importa; y si a alguien importa, quienes toman las decisiones y sueltan los dineros a oenegés y asociaciones de esto y lo otro, dicen amén a todo y se cuidan de no soliviantar a los recién venidos y a sus divinos representantes.

Hace unos días, otra muchachita ecuatoriana ha sido agredida. En esta ocasión, el salvaje –más bien la salvaje– es una menor española. El asunto es feo y tiene ramificaciones bien lamentables que pueden comentarse en los campos de la sociología, la psicología, el derecho, la enseñanza (mala), la delincuencia, etc. Y condenarlo es casi tan redundante como censurar la mala acción de Belalcázar, aunque este incidente queda bien cerca y se puede castigar a la culpable, como se ha sancionado (con tres años de cárcel) al animal descerebrado que atacó a la ecuatoriana de Barcelona. Es una evidencia y nos sumamos con aplauso, firma, rúbrica, voto y lo que haga falta para endurecer de manera rigurosa el código penal, rebajar la edad de responsabilidad penal plena (por ejemplo, a dieciséis años, de momento) y garantizar al máximo la integridad física y moral de los ciudadanos, de todos. Sin embargo, y pese a las informaciones periodísticas y policiales que parecen descartar la posibilidad de insertar el incidente en los maleables y fluctuantes límites del "racismo", don Vladimir Pascual, portavoz, o jefe, o algo, de la Asociación Rumiñahui, se ha lanzado a calificar de racista la agresión. Con lo cual –el caso de Barcelona sí estaba más claro– puede esgrimir la panoplia completa de victimismos y vagas acusaciones genéricas contra la sociedad española, tras señalar que los celtíberos somos justos y benéficos con los forasteros.

Como indicábamos en la agresión de Barcelona, o afirmamos en cualquier otro incidente similar que se produzca, castíguese con el mayor rigor a las culpables que, encima, colgaron la hazaña a través de sus móviles después de haber atraído a una emboscada dolosa a la pobre chica y de haberse servido de una superioridad física abrumadora, agravantes todos. Castíguese, pero, por favor, don Vladimir y demás aficionados al género, no mezclen churras con merinas, porque no toda pelea, o paliza, o conflicto, o choque, o navajazo, o ametrallamiento, entre personas de distinta nacionalidad es, por necesidad, una agresión racista, como resulta fácil de columbrar.

Si un ecuatoriano golpea a un español (aquí o en Ecuador), ¿tiene un móvil racista?; y si un dominicano machaca a un ecuatoriano (hay casos a montones, sin salir de Madrid), o a un colombiano, o peruano, o etc., ¿debemos entender idéntica motivación? Es innecesario prolongar la lista de combinaciones posibles, pero sí resulta imprescindible, para acusar de ataque racista, que el mismo revista unas circunstancias muy concretas, en un contexto, en una exhibición peyorativa e insultante de la condición étnica del agredido y en plenitud de responsabilidad mental y moral del atacante: si una españolita de siete años, en el colegio, llama negra a otra niña de ese color, parece desmesurado descubrir una vejación racista, o imaginar una inducción de los padres de la españolita.

La cosa puede tener sus bemoles, pero principios como proporcionalidad, agravantes, atenuantes, etc., son tan irrenunciables como la lucha contra el racismo, contra todos los racismos (de los blancos hacia los negros o indios, o el de éstos contra caucásico-mediterráneos, que tampoco es manco, por ejemplo en toda el área de los Andes). Porque, a estas alturas ya hemos visto mucho en el capítulo de la inmigración, y una cosa es defender los justísimos derechos de los inmigrantes (insisto: ¿dónde hay que firmar?) y otra bien diferente que todavía ande subyaciendo, en nuestras relaciones con algunos sudamericanos, la sombra de Rumiñahui, hasta en las denominaciones.

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