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José García Domínguez

Breviario de la humana necedad

Cuando un bulbo alcanzó el precio de mercado equivalente al de dos carruajes de lujo de la época, los expertos siguieron aconsejando a la gente que invirtiera en tulipanes, un valor muy seguro que nunca habría de bajar, según su unánime magisterio.

Como bien sabe el presidente Zapatero, el primer gran crash financiero que provocaron los neocon yanquis aconteció en la Holanda del siglo XVII. Aquel turbio asunto lo desencadenó un tal Ogier Gihslain, embajador austriaco en Flandes y con toda probabilidad agente encubierto de la CIA. El caso es que a ese Gihslain dio por regalarle a cierto Carolus Clasius, a la sazón profesor de botánica en la Universidad de Leyden, un bulbo de tulipán procedente de la islámica Turquía. Así empezó la fiebre, que apenas en cuestión de meses infectaría a todas las capas sociales, desde la alta nobleza hasta el último deshollinador.

Al punto de que cuando un bulbo alcanzó el precio de mercado equivalente al de dos carruajes de lujo de la época, los expertos siguieron aconsejando a la gente que invirtiera en tulipanes, un valor muy seguro que nunca habría de bajar, según su unánime magisterio. Nadie se extrañe, pues, de que a lo largo del mes de enero de 1636 la cotización de aquellos hierbajos se multiplicara por veinte. Claro que, poco después, en febrero, llegaría el pánico y la cotización se desplomaría en caída libre, hasta tocar fondo cuando esas absurdas flores igualaron su precio con el de las siempre discretas cebollas. Pero ésa es otra historia.

Como otra historia fue la acontecida cien años después en Inglaterra, también por culpa de Ronald Reagan. Aquélla de la que habría de salir malparado el célebre alquimista y director de la Casa de la Moneda de la Reina, Isaac Newton, personaje conocido en determinados ambientes por haber acuñado una personal teoría sobre la gravitación universal. Nos referimos, huelga decirlo, a la malhadada peripecia bursátil de la famosa Compañía de los Mares del Sur, razón mercantil que, naturalmente, nada tenía que ver con los Mares del Sur, sino más bien con las montañas de cándidos que se extendían por suelo inglés en dirección a los cuatro puntos cardinales.

Y es que, fruto del enloquecido crecimiento exponencial de su cotización en la Bolsa de Londres, surgió una eclosión de sociedades por acciones con objetos sociales tan prometedores como extraer luz solar de los pepinos, obtener energía de una rueda de movimiento perpetuo, conseguir plata del plomo por medio de un método secreto de destilación, comerciar con los laboriosos aborígenes del río Orinoco, asegurar de por vida a los amos contra las pérdidas que les pudiesen ocasionar sus criados, e incluso una muy bien acogida por los habituales del mercado que se decía "creada para desarrollar un asunto muy ventajoso, pero que nadie debe saber en qué consiste".

Por cierto, a la histeria colectiva que acompañó a la fulminante quiebra de aquellas subprime germinales debemos la sentencia más célebre de un amargo y arruinado Newton: "Soy capaz de predecir los movimientos de los cuerpos celestes, pero no la locura de la multitud".

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