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Pequeña gran crisis

En una cosa existe acuerdo universal: la urgencia. Ante ella parece que un mal plan, suficientemente flexible para poder ser corregido sobre la marcha, es mejor que ningún plan

Setecientos mil millones van más allá de donde algunos saben contar. Es una cifra de vértigo. Pero acontece que es poco más que un vigésimo de la riqueza que Estados Unidos produce cada año y es también una fracción modesta del dinero y los activos privados que se hallan en o circulan por el sistema financiero americano. Es verdad que no sabemos cómo se va a emplear esa cantidad solicitada por el secretario del Tesoro –ministro de Hacienda– Paulson, para hacer frente a la crisis. No lo sabe ni él, y por eso no lo puede decir, puesto que no es posible prever un gasto de esa magnitud, y ese ha sido uno de los problemas que el Congreso ha tenido para concedérsela. Tampoco lo puede prever porque no hay quien entienda la crisis de un sistema tan enorme y endiabladamente complejo y en pleno movimiento acelerado, por tanto no se puede conocer con mínimo detalle qué brechas se van a presentar y en qué orden taponarlas.

Sólo puede cruzar los dedos, sin estar seguro de si va a frenar la crisis en seco y relanzar enérgicamente la maquinaria financiera, sobrando incluso dinero, o si no va a ser capaz, y resultará insuficiente, agravándose el mal. En una hipótesis tipo el cuento de la lechera, no sólo podría sobrar una parte considerable de la cantidad tomada del bolsillo de los contribuyentes que el Congreso le autorizará probablemente el lunes 29 a gastar, sino que puede producir beneficios netos para el fisco, incluso cuantiosos, lo cual no es lo más apropiado en una economía libre, pero mucho mejor que las pérdidas. Va a comprar productos cuya sobrevaloración desencadenó la crisis. A causa de ésta los adquirirá a un bajo precio, pero con el relanzamiento su valor aumentará, no a los niveles especulativos de antes, pero sí como para hacer un buen negocio. Si las cosas salen bien.

Pero nadie puede saberlo. Lo peor también es posible. Un pánico que lleve a la gente a retirar masivamente su dinero de los bancos, hundiéndolos. Ya está sucediendo y los dólares públicos están acudiendo a apuntalarlos. El bien más preciado en estos momentos, siempre muy valioso en ese mundo, es un intangible: la confianza. Si el dinero público consigue restablecerla todo está salvado, mientras siga escurriéndose entre las manos de toda clase de responsables, la amenaza de desplome puede convertirse en realidad.

Se cuentan por docenas los planes que pretenden ser mejores que el del secretario del Tesoro y otros tantos son los análisis de lo que está sucediendo. En algunos aspectos son coincidentes, en otros complementarios y en muchos contradictorios. Todos vienen avalados por la reconocida eminencia de sus autores.

Entre el sinfín de cosas que se nos dicen está que esta crisis se parece mucho a la del Japón a lo largo de los años noventa. Se supone que los economistas americanos extrajeron las lecciones adecuadas de aquella experiencia. Pero una cosa es saber lo que hay que hacer y otra poder hacerlo. La perspectiva no es tan desastrosa como un desplome repentino pero es la de una parálisis escalofriante. Y no es más que una de las muchas explicaciones que se han propuesto.

En cuanto a los remedios, van desde dejar que esa masa de reserva de liquidez que existe en la economía americana acuda a resolver el embrollo, dándole la libertad y los incentivos adecuados, hasta construir un férreo corsé de minuciosas regulaciones y utópico control del estado que haría parecer liberal el sistema de Corea del Norte.

Pero en una cosa existe acuerdo universal: la urgencia. Ante ella parece que un mal plan, suficientemente flexible para poder ser corregido sobre la marcha, es mejor que ningún plan. El Congreso americano ha seguido abierto este domingo. Esperemos que este lunes haya plan.

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