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Manuel Llamas

El rescate bancario lo pagará usted

La Espada de Damocles está ahora sobre nuestras cabezas. Las medidas aplicadas por los bancos centrales para frenar la crisis no han servido de nada, puesto que la raíz del problema no era la liquidez, y ante su incapacidad los Gobiernos han actuado.

Habemus plan. Los Gobiernos de medio mundo se han lanzado al rescate del sector bancario ante el colapso del sistema financiero internacional. El Estado garantizará mediante avales públicos las líneas de crédito que los bancos tendrán que renovar a lo largo de 2009 ya que, dada la desconfianza (sequía) que existe en el mercado interbancario desde hace meses, nadie está dispuesto a prestar dinero a empresas cuya solvencia está en riesgo.

Además, los Gobiernos se arrogan la potestad de comprar acciones de las entidades que así lo soliciten en caso de que requieran urgentemente capital para sanear sus deteriorados balances. Es decir, los contribuyentes asumirán las malas inversiones crediticias efectuadas por la banca al calor de la expansión crediticia desarrollada durante los últimos 15 años.

Pero vayamos por partes. ¿Culpables? Sí. Los bancos centrales, liderados por la Reserva Federal de EEUU (Fed) y el Banco Central Europeo (BCE), manipularon arbitrariamente los tipos de interés, situando el precio del dinero a niveles bajísimos durante un largo período de tiempo. No obstante, la masa monetaria en forma de billetes y depósitos (M3) ha registrado incrementos medios superiores al 10% anual durante los últimos años, llegando a multiplicar el volumen total de dinero que circula en el sistema.

Dicha sobredosis de liquidez se ha materializado a través de la concesión de créditos a un interés muy bajo. Este proceso, conocido en la teoría austríaca del ciclo como expansión crediticia, ha incitado a todos los agentes económicos (promotores, bancos, familias y empresas en general) a caer en grandes errores de inversión. El dinero fácil ha generado un elevado endeudamiento sin la necesidad de contar con un ahorro previo y ha atenuado en gran medida la percepción del riesgo que conlleva la realización de toda inversión o proyecto empresarial.

La abundancia de dinero es lo que ha originado las distintas burbujas, inmobiliarias, bursátiles y crediticias, que ahora están explotando a nuestro alrededor. Y es que, tarde o temprano, el mercado impone su ley, tras demostrar que la elevada rentabilidad que ofrecían ciertos negocios tan sólo era posible bajo el paraguas de la laxa política monetaria aplicada por los reguladores financieros.

El error aquí radica en que, si bien los bancos centrales tienen como principal misión controlar los precios de los bienes y servicios de consumo, no se han percatado, o no se han querido percatar, de que la inflación, en este caso, se ha materializado en una espectacular subida de precios en determinados activos, como los inmuebles o los títulos hipotecarios respaldados por éstos.

Ahora, el castillo crediticio se derrumba y con él los sectores que más han crecido al abrigo de la citada política monetaria, tales como la vivienda, la automoción, la bolsa, los fondos de inversión y productos derivados y, por su puesto, la banca. Como consecuencia, asistimos al actual crack. Un brusco ajuste que, a su vez, se traducirá en una intensa recesión y, posiblemente, un prolongado estancamiento económico.

Por ello, es más necesario que nunca depurar las malas inversiones y reorientar el ahorro de los ciudadanos hacia sectores de la economía más rentables y productivos. Sin embargo, la caída crediticia está tambaleando los cimientos del sistema bancario. Ante la crisis de solvencia financiera, que no sólo de liquidez, los Gobiernos se han lanzado al rescate. Primero de las entidades en quiebra y ahora del sistema en su conjunto.

En esencia, los recientes planes de nacionalización y garantía pública del mercado interbancario están trasladando al bolsillo de los contribuyentes el elevado riesgo asumido por ciertos sectores de la economía. La Espada de Damocles está ahora sobre nuestras cabezas. Las medidas aplicadas por los bancos centrales para frenar la crisis no han servido de nada, puesto que la raíz del problema no era la liquidez, y ante su incapacidad los Gobiernos (usted y yo) han tomado el relevo.

Las garantías gubernamentales se harán cargo de la abultada factura, sustituyendo el papel que, hasta ahora, correspondía a las aseguradoras de crédito privadas. En este sentido, la crisis se ha cobrado ya la insolvencia de compañías de la talla de AIG, Ambac o MBIA. Aseguradoras que, en la actualidad, están en situación de quiebra técnica. La cuestión ahora será dilucidar qué Estados se salvarán de la bancarrota.

Islandia ha sido el primer país en caer. Su Gobierno ha nacionalizado la banca del país y acaba de decretar un corralito. De hecho, ha recibido la ayuda financiera de Rusia. Pese a ello, su bolsa se ha desplomado más de un 70 por ciento y su moneda se ha depreciado en extremo. Hungría ha solicitado un crédito urgente al Fondo Monetario Internacional (FMI) y las dudas se ciernen ahora sobre algunos países del Este de Europa (Rumanía) y América Latina (Argentina), entre otros.

Y es que la deuda estatal y las divisas nacionales también cotizan en los mercados y su calidad depende de la situación económica del país, del la salud y equilibrio de las cuentas públicas y, en definitiva, de la confianza de los inversores. Muy bien, ya tenemos plan de rescate bancario. Y yo me pregunto, llegados a este punto y gastada la última bala, ¿quién nos rescatará a nosotros?

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