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EDITORIAL

Defender el castellano, defender la libertad

Defender el castellano cuando se discrimina a quienes lo hablan es defender la libertad individual frente al poder casi omnímodo del que disfrutan los gobernantes de nuestras taifas regionales.

Cuando Sri Lanka se independizó de Gran Bretaña en 1948 parecía tener ante sí un futuro brillante. Había muchas razones para el optimismo. Pese a que en la isla convivían tamiles y cingaleses –que diferían entre sí en idioma y religión–, no había habido ningún conflicto violento entre ellos en el último medio siglo. Las élites de ambos grupos étnicos se habían occidentalizado y estaban de acuerdo en crear un Estado democrático y aconfesional. El inglés era el idioma común de la administración y los negocios. Al contrario que muchos de sus países vecinos, la antigua Ceilán prometía convertirse en un oasis de paz y estabilidad.

En 1951, un ambicioso ministro, Solomon Bandaranaike, convirtió las justas reivindicaciones que pedían que el Gobierno se relacionara con los ciudadanos en su propio idioma en la exigencia de que sólo usara el lenguaje de la mayoría cingalesa. Cristiano, educado en inglés y que sólo aprendió el cingalés siendo adulto, se convirtió como muchos otros de su generación al budismo, transformado en un fanático de la cultura y la lengua cingalesa. Su política de "sólo cingalés" dividió a los hasta entonces pacíficos esrilanqueses en dos grupos irreconciliables, convirtió a los tamiles en un grupo discriminado oficialmente y terminó llevando al país, que tan buen futuro parecía tener, a una cruenta guerra civil. Sin embargo, a él de poco le sirvió, pues fue asesinado en 1959 por no ir lo suficientemente lejos en su política de "discriminación positiva".

El caso de Sri Lanka muestra los peligros que conlleva el uso político de las diferencias lingüísticas. Los nacionalistas de toda laya y condición usan el idioma –en algunos casos, como el vasco, minoritario y en desuso– para exaltar las diferencias entre España y su utópica nación, construida monolíticamente sobre una idea de pueblo decimonónica y excluyente, que niega las diferencias. Se les llena la boca hablando de "diversidad", pero niegan que pueda existir tal dentro de sus propias regiones.

El punto común de todos estos intentos totalitarios de construir una nación y un pueblo en una región donde conviven personas de diversos orígenes, lenguas y proyectos vitales ha sido la imposición de una lengua común distinta del castellano. Estudiar en la lengua común de todos los españoles –y de 400 millones de personas– se ha hecho más difícil con cada año que pasa, e imposible allí donde la imposición lingüística comenzó antes, en Cataluña. Relacionarse con las administraciones autonómicas dominadas por el nacionalismo en castellano se ha tornado heroico. Y este proceso se ha realizado pese a incumplir la Ley y la Constitución.

La libertad no consiste sólo en vivir en democracia. Las mayorías democráticas pueden ser tan dictatoriales como un militar autoritario si la Ley se lo permite. Puede que a muchos no les parezca que la persecución de una lengua sea algo tan importante de por sí. Pero como declarara Martínez Gorriarán a Libertad Digital hace unos días, "no es el castellano el perseguido, se persigue a los ciudadanos, y los más perjudicados son los más débiles, los niños". Defender el castellano cuando se discrimina a quienes lo hablan es defender la libertad individual frente al poder casi omnímodo del que disfrutan los gobernantes de nuestras taifas regionales.

Por eso es importante que se realicen actos como la reciente manifestación en La Coruña o el acto organizado por DENAES y otras organizaciones cívicas en defensa de la libertad de elección lingüística que ha tenido lugar este sábado.  Porque hemos llegado al extremo de que algunos gobiernos democráticos igualan, y en algún caso superan, la imposición lingüística que tuvo lugar durante la dictadura de quien ahora necesita certificado de defunción para que Garzón se crea que murió hace más de treinta años.

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