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Julián Schvindlerman

EEUU y el mundo

Los atentados del 11-S revolucionaron el significado de una guerra en el siglo XXI. El presidente Bush reformuló la política de defensa estadounidense y llevó la batalla a las orillas de sus enemigos; así se iniciaron las guerras en Irak y en Afganistán.

Al momento de escribir estas líneas las elecciones norteamericanas aún no se han realizado, pero ya parece claro que Barak Obama es el favorito entre los estadounidenses y en el resto del mundo. Internacionalmente, encuestas de la BBC, The Economist y el Pew Research Center dan cuenta de ello. En Estados Unidos, otras encuestas confirman esta tendencia. Los demócratas lo consideran un éxito y en cierto sentido lo es. Sin embargo, que en las elecciones más fáciles de la historia nacional –con un presidente republicano hiperdesprestigiado, una guerra impopular a las espaldas, un candidato muy carismático, los principales medios de comunicación a favor, una ventaja recaudatoria apreciable y una crisis financiera con repercusiones planetarias– los demócratas no logren superar en más de cinco o diez puntos de ventaja a los republicanos –y que en ciertos momentos hayan estado por debajo de éstos– invita a una honesta reflexión acerca de la relevancia política de su plataforma.

Con un apoyo interno inferior al 30% y con un movimiento anti-Bush rampante desde Cancún hasta Ushuaia y desde Valencia a Shangai, la opinión pública parece haber dado su veredicto sobre los republicanos y especialmente sobre el presidente en funciones. Independientemente de quién gane las elecciones de noviembre, Bush pronto se habrá ido. Pero antes de colocar el último clavo en el féretro de su legado, reconozcámosle lo que se merece: George W. Bush llegó al poder sin tener la menor idea –ni él ni sus asesores, ni sus contrincantes ni sus seguidores– de lo que se avecinaba y respondió al desafío con firmeza.

Los atentados del 11-S revolucionaron el significado de una guerra en el siglo XXI. El presidente Bush reformuló la política de defensa estadounidense y llevó la batalla a las orillas de sus enemigos. Para ello se iniciaron las guerras en Irak y en Afganistán: la estrategia no consistía solamente en responder a la agresión islamista, sino en prevenir el próximo ataque. Tal como ha señalado Douglas Feith, tercero en la jerarquía del Pentágono entre 2001-2005, se eligió eliminar a los Talibanes y a Saddam Hussein del poder porque era necesario. En los siguientes siete años transcurridos desde el golpe magistral de Al-Qaeda hasta estas elecciones, Londres, Madrid, Ammán, Estambul, y por supuesto Tel-Aviv, fueron blancos de ataque jihadista. En el mismo período, no hubo un solo atentado en suelo norteamericano. Puede que ello tenga algo que ver con las políticas defensivas de Bus que, conviene recordar, fueron universalmente rechazadas por los demócratas (quienes obsesionados con Guantánamo y las escuchas telefónicas vivieron bajo la protección republicana).

El mundo sigue siendo un lugar peligroso. El Islam radical aún acecha. Irán avanza hacia el umbral nuclear. Hizbulla se rearma. Rusia vuelve a la Guerra Fría. Venezuela abraza un nacionalismo populista de la peor calaña. Irak y Afganistán todavía deben estabilizarse. Pakistán, el único país musulmán poseedor de armas nucleares, es cada vez más inestable. La economía mundial se tambalea.

No sabemos quién descolgará el teléfono en la Casa Blanca a las 3 de la madrugada a partir de noviembre, pero sí sabemos que donde sonará será allí. Estados Unidos seguirá siendo una superpotencia, aún después de esta profunda crisis financiera: "Constantinopla cayó en manos de los otomanos después de dos siglos de declive. Costó dos guerras mundiales, una depresión global y el comienzo de la guerra fría para enterrar el imperio británico. Por lo tanto, es evidente que la era del dominio norteamericano no terminará por la crisis actual", escribió el comentarista Bret Stephens.

En todo caso, "cuando el agua llega a altura de la cintura de Gulliver, eso significa que los liliputienses ya se habrán ahogado". Stephens ilustra esta afirmación con estos datos: durante los tres meses anteriores a la debacle y hasta la recuperación transitoria a mediados de octubre, el Dow Jones cayó 25%, pero el DAX-30 de Alemania cayó un 28%, la bolsa de Shangai de China el 30%, el Nikkei de Japón el 37%, la Bovepa de Brasil el 41% y el RTS de Rusia el 61%. Además, la cifra astronómica de 700.000 millones a los que en principio recurrió Washington para contener la crisis equivalen a poco más del 5% del PIB norteamericano. En cambio, el paquete de 500.000 millones de dólares de Alemania representa el 15% del suyo, y los 835.000 millones de Gran Bretaña se aproxima al 30%. Asimismo, la crisis también golpeará duramente a Rusia, Irán, Venezuela, Nigeria y algunos países del Golfo cuyos presupuestos dependen de que el precio del petróleo se mantenga crudo elevado, cuando ya se sitúa por los 60 dólares. Sólo hace falta darse cuenta de que en este período de incertidumbre, el dólar americano se ha fortalecido.

La crisis se superará en su momento, pero las amenazas globales no desaparecerán. Aún en la era post-Bush, el antiamericanismo seguirá de moda. Fuere quien fuere el nuevo comandante en jefe en Washington, Estados Unidos continuará recibiendo el desprecio de gran parte del globo terráqueo. Obama está mejor posicionado internacionalmente para reducir las tensiones; pero aun así no podrá conservar a largo plazo el entusiasmo que cientos de miles de fans le mostraron en Berlín. McCain no tendría ni siquiera un período de gracia.

Aun así, Estados Unidos seguirá encontrándose con su destino. Después de Bush, de Wall Street y de Irak, la hegemonía norteamericana se mantendrá. Y es que, como dice el pensador Fouad Ajami:

Una cosa es protestar contra la Pax Americana. Pero cuando los catastrofistas se hayan ido, la realidad de nuestro orden contemporáneo seguirá en pie. Vivimos en un mundo sostenido por el poder norteamericano; poder y benevolencia. Nada más bello, o más justo, se perfila en el horizonte.

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