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Agapito Maestre

Hegemonía, participación y continuidad

La democracia americana, a diferencia de las rupturas y permanentes discontinuidades de la endeble democracia española, tiene una continuidad. Una tradición difícilmente superable.

Muchos lo dicen, pero pocos lo reconocen. Hablar de política no es nunca fácil. Tampoco es sencilla la escritura sobre un proceso democrático. Decir, pues, algo relevante sobre esta campaña electoral resulta complicado. Quizá baste con levantar acta de una evidencia, a saber, un hombre viejo, deforme y feo se ha enfrentado a un hombre joven, alto y guapo. ¿Acaso imagen e idea estén enfrentadas? Quizá; pero eso ya no importa, porque el resultado del combate parece obvio. El bueno perderá y el malo ganará, o viceversa. Lo difícil es saber quién es el bueno y quién es el malo, ya que no es sencillo predicar la bondad del joven y la maldad del viejo.

Por lo tanto, si ni siquiera la perspectiva elegida nos ahorra el trabajo de pensar el resultado, de pensar, sí, una evidencia que todo el mundo parece intuir, pero que nadie se atreve a razonar, entonces tendremos que concluir que lo más importante de estas elecciones es que Estados Unidos siguen siendo la pieza fundamental de la democracia mundial. Por fortuna, Estados Unidos sigue siendo el país hegemónico. Expresado con otras palabras, cuando escribo esta crónica, diez horas después de que hayan abierto los colegios electorales en ese país, en efecto, cuando incluso están ya olvidadas las lágrimas de Obama por la muerte de su abuela, resulta difícil ofrecer una aportación original a los discursos desarrollados en esta larguísima campaña electoral, especialmente si reparamos en que ya nadie duda de quien ganará, que no tenga que ver con el lugar privilegiado que Estados Unidos sigue desempeñando en el planeta.

Por otro lado, en realidad sería mejor decir de los republicanos que la democracia siempre mantiene un resto de indeterminación, de insatisfacción, imposible de resolver sino es con el sufragio escrutado. Quizá todo esté decidido, pero siempre queda un resto de indeterminación no satisfecha. Esa es la principal aportación de la democracia americana al resto del mundo. No es poco. Todos saben quién ganará, pero una parte no quiere reconocerlo hasta que las urnas no estén abierta y el voto escrutado. Grandiosa y democrática actitud. Pero, fuera de esa real y evanescente expectativa de la democracia americana, hay otra realidad más duradera y palpable, a saber, millones de seres humanos están pendientes de los resultados de las elecciones de Estados Unidos. Sí, son sólo 150 millones de seres humanos lo que votan, pero son muchos más, muchísimos más, quienes observan con interés y emoción el acontecimiento.

Eso se llama participación política. Democracia. Que nadie deje de considerar que estas elecciones son decisivas para el mundo, sí, para todos y cada uno de los ciudadanos del planeta, es la otra gran aportación de Estados Unidos al desarrollo de la democracia. He ahí el principal argumento para que nadie se engañe con cantos de sirenas sobre los cambios que traerá el nuevo presidente. Eso es lo decisivo. La democracia americana, a diferencia de las rupturas y permanentes discontinuidades de la endeble democracia española, tiene una continuidad. Una tradición difícilmente superable. Es, precisamente, esa continuidad, esa tradición democrática, la última esperanza de quienes sabemos que millones de seres humanos votarán a un político, a un presidente, por pura intuición. Porque nadie, reitero, ha sido capaz de decirnos en serio quién es y, sobre todo, qué defiende con criterio intelectual y decencia moral el nuevo presidente de EEUU. Éste es el lado trágico de la política norteamericana.

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