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ENIGMAS DE LA HISTORIA
¿Cómo nació la 'Ley seca'?
El año 1920 se inició en EE.UU. con una victoria legislativa sin precedentes históricos. Un minoritario grupo de ciudadanos poseído de las mejores intenciones, logró que se impusiera la prohibición de consumir alcohol. Fue la 'ley seca'. En una nación donde, como en muchas otras, el consumo de alcohol se consideraba signo de hombría, semejante medida no dejaba de ser paradójica. César Vidal

Soñaban con mejorar el mundo librándolo de los maléficos efectos del consumo de bebidas alcohólicas. Procedentes en su mayoría de iglesias protestantes, los abolicionistas propugnaban la prohibición de las bebidas alcohólicas como forma de salvaguardar la virtud de las mujeres y la felicidad de las familias. Aunque en su mayoría estaban convencidos de que semejante posición contaba con una base bíblica, lo cierto es que su origen había que buscarlo más bien en el Gran avivamiento metodista del siglo XVIII. En sus inicios, la Reforma protestante no había manifestado ninguna prevención contra la ingestión de bebidas alcohólicas. Es cierto que insistía en lo que hoy denominaríamos el consumo responsable y que condenaba severamente la embriaguez, pero el mismo Lutero consideraba que beber ocasionalmente con moderación era un placer entregado por Dios al ser humano. De esa manera, se colocaba en la misma línea que el libro veterotestamentario de Eclesiastés, Jesús y sus apóstoles que consumieron vino en la última cena o el apóstol Pablo que se lo recomendó a uno de sus discípulos más directos para evitar problemas digestivos. Durante no menos de dos siglos, esa visión se mantuvo sin excepción en el seno de las iglesias protestantes. Se podía consumir alcohol siempre que no se incurriera en la borrachera ni tampoco se dedicara a su adquisición un dinero que debía emplearse en compras mejores.

El cambio tuvo lugar en el siglo XVIII con la predicación de John Wesley en Inglaterra. Movido por un celo evangelizador realmente impresionante, Wesley invitaba públicamente a la gente a reconocer sus pecados, pedir perdón a Dios por ello y recibir en su corazón a Cristo como Señor y salvador, pero además insistía en que esa conversión debía ir acompañada de cambios en la vida cotidiana que dejaran de manifiesto que era una decisión genuina y no un mero gesto derivado de la emocionalidad. A la sazón, uno de los mayores problemas con los que se enfrentaba la población inglesa era el alcoholismo. De hecho, consumir una pinta de ginebra después del trabajo cotidiano se había convertido en algo habitual no sólo por el efecto que producía la bebida en cuestión sino también porque se trataba de una forma de evasión barata. Como puede suponerse, el efecto que semejante conducta tenía sobre la vida de las personas era devastador. A las borracheras en sí se sumaban los accidentes de trabajo, las contiendas domésticas, que no pocas veces concluían de manera violenta, el abandono conyugal, las enfermedades hereditarias derivadas del alcohol y un largo etcétera de miserias. Esta circunstancia llevó a los metodistas -que es como habían comenzado a ser motejados los seguidores de Wesley- a llamar a los conversos a abandonar radicalmente la bebida.

Semejante conducta tuvo un éxito considerable en Gran Bretaña y cuando los metodistas se extendieron a las entonces colonias inglesas de América del norte llevaron consigo este tipo de comportamiento. Al cabo de unos años, eran varias las confesiones protestantes que se inclinaban por abstenerse del alcohol -llegaron incluso a celebrar la Eucaristía con mosto en lugar de con vino- y comenzaron a aparecer las primeras asociaciones o ligas de templanza cuya finalidad era invitar a la gente a dejar el hábito de la bebida.

Ciertamente, el entusiasmo de los abstencionistas podía parecer peculiar y pintoresco a los que no eran norteamericanos, pero los protagonistas de tan singular cruzada se sentían razonablemente confiados, no sólo porque creían que su causa era la de Dios sino también porque contaban ya en su haber con el precedente de un éxito legislativo considerable como había sido el de la abolición de la esclavitud. Anthony Comstock (1844-1915), por ejemplo, defendió ambas causas como fue el caso también de Abraham Lincoln. Por otro lado, no fue éste el primer presidente que se declaró contrario al consumo de alcohol. En ese camino lo habían precedido ya Thomas Jefferson y James Madison.

En 1851 un comerciante de Portland, Maine, llamado Neal Dow, logró la aprobación por la legislatura estatal de la denominada Ley Maine que prohibía la venta de alcohol pero aún quedaba un largo camino por recorrer. A inicios del siglo XX la batalla moral la habían ganado los abstencionistas y para 1916 la existencia de tabernas se había prohibido en veintiún estados. Tan sólo tenían que convencer a los políticos nacionales de que su victoria no se traduciría en un desastre económico. Lo consiguieron apelando a la posibilidad de recortar gastos federales y, sobre todo, al impacto que optar por ese comportamiento tendría sobre sus votantes. En 1917, dos terceras partes de los escaños del congreso estaban ocupados por partidarios de la ley seca y en diciembre de 1917 el congreso envió a los estados una enmienda constitucional que prohibía 'la fabricación, venta o transporte de bebidas alcohólicas intoxicantes' a fin de que la ratificaran. Así, en 1920 se aprobó una nueva enmienda constitucional -la décimo octava- que vedaba la venta y fabricación de bebidas con más de medio grado de alcohol. La victoria legislativa se produjo mediante la conjunción de los votos de los republicanos del norte y de los demócratas del sur que, en aquel entonces, representaban una línea políticamente aún más conservadora.

Sin embargo, los efectos de la Ley seca fueron muy diferentes a los pretendidos por los legisladores. Además, el hecho de que el consumo no se viera penado tuvo como resultado directo la aparición de lucrativos negocios de venta ilegal de bebidas alcohólicas, así como la formación de bandas que las producían o las traían de contrabando desde el Canadá. Se trató de un negocio dirigido fundamentalmente por inmigrantes extranjeros a los que los principios morales de la población norteamericana no les importaban lo más mínimo.

El personaje más famoso -aunque en absoluto el único- de los que supieron sacar provecho de la prohibición fue un hombre nacido en 1899 y llamado Alfonso Capone. Siendo niño, sus padres habían emigrado a Estados Unidos estableciéndose en Brooklyn, Nueva York. Alfonso -al que ya denominaban 'Al'- dejó pronto la escuela y se integró en la Mano negra, una de las bandas de delincuentes juveniles que había en la barriada. En esa época un adolescente llamado Galluch le marcó la cara con una navaja, pero Alfonso aprovechó aquella cicatriz para dar a entender que era alguien que no retrocedía ante nadie. Posiblemente, Capone nunca hubiera pasado de ser un delincuente del tres al cuarto de no haber sido por la aprobación de la Ley seca. Sin embargo, ahora se encontró con posibilidades de medro que nunca había imaginado.

Dispuesto a matar a cualquiera que se cruzara en su camino, Capone no tardó en hacerse cargo de la organización que tenía en Chicago un gangster llamado Johny Torrio. Éste, que dirigió la organización de 1920 a 1924, se retiró a Italia en 1925 con una fortuna de treinta millones de dólares, la mayor obtenida hasta la fecha mediante el crimen organizado. Centrada en el tráfico de bebidas alcohólicas, el juego ilegal y la prostitución, constituía un emporio que Capone defendió a golpe de ametralladora. En el curso de una serie de guerras entre bandas mató a uno tras otro de sus rivales. En ocasiones los sorprendían mientras estaban comiendo pasta en un restaurante italiano, en otras los degollaban mientras se afeitaban. Sin duda, el golpe más importante fue la denominada matanza del día de San Valentín de 1929 cuando, disfrazados de policías, los hombres de Capone asesinaron a siete miembros de la banda de Bugs Moran, permitiéndole así hacerse con el control completo del hampa de Chicago.

Hasta ese momento, Capone había podido perpetrar impunemente sus delitos gracias al colchón que le proporcionaban los ingresos derivados de violar la Ley seca. Muy popular entre la gente menesterosa, Capone se ocupaba de mantener este apoyo mediante la organización de fiestas populares, verbenas y comidas gratuitas. Cualquier italiano que llegaba a Estados Unidos sabía que en su desamparo podía acudir a Capone. Al mismo tiempo, el gangster se aseguró de ir incluyendo en su nómina a jueces, policías, políticos y periodistas. En realidad, el número de personas que recibían dinero suyo y que se dedicaban a actividades profesionalmente honradas era considerablemente superior al de sus gangsters, y semejante circunstancia le garantizaba, por ejemplo, que saldría bien parado de cualquier acción judicial, por supuesto en el improbable caso de que ésta se llevara a cabo.

La fortuna de Capone fue paralela a la de la Ley seca y por eso nos hemos detenido en su historia. En 1929 -justo cuando el gangster se hallaba en la cúspide de su poder- una comisión presidencial dictaminó que la puesta en práctica de las leyes antialcohólicas había constituido un fracaso. La Ley seca fue abolida de manera inmediata y también de manera inmediata los negocios de Capone sufrieron un severo recorte en 1930 con la vuelta a la legalidad del tráfico del alcohol. Seguramente no lo sospechaba, pero sus días de triunfo se acercaban a su fín. Presionado por unas autoridades a las que ya no podía controlar con la misma facilidad que en el pasado, uno de los contables de Capone acabó entregando los libros de contabilidad y en 1931 el famoso delincuente fue acusado de no pagar a la Hacienda pública.

Con todo, no fue fácil condenarle. Capone había comprado a jueces y jurados y hubo que recurrir al expediente de cambiar el jurado unos minutos antes del inicio del juicio. La sentencia fue de once años de cárcel, aunque apenas cumplió ocho. Para cuando salió, el crimen organizado se había adaptado a los nuevos tiempos y él estaba muy enfermo. Su tiempo -como el de la Ley seca que lo había catapultado a la cima- había pasado definitivamente. Padecía sífilis desde hacía años a causa de su vida disipada y, al verse en libertad, decidió pasar el resto de su vida en su mansión de Miami Beach, Florida. Allí, cada vez más enloquecido, pretendía pescar en la piscina. Murió finalmente en 1947 cuando ya se había convertido en un personaje de película.

Un cuarto de siglo sobrevivió -aunque fuera de manera crepuscular- Capone a la Ley seca. Sin duda, pocas veces ha estado una medida de intervención del Estado más motivada por razones nobles. Los fervorosos protestantes habían visto millones de casos de vidas cambiadas, pero habían pasado por alto que esa modificación vital no se había debido a un factor material y legislativo, sino espiritual. No resulta por ello extraño que los resultados conseguidos fueran muy diferentes de los que se habían esperado. Tal y como sucede con las relaciones sexuales, el deseo de tener propiedades y otras conductas que se asientan en la naturaleza humana -algo que no resulta aplicable, por ejemplo, a las drogas ni a comportamientos que puedan dañar a terceros- el consumo de bebidas alcohólicas puede ser moderadamente regulado pero no intervenido ni mucho menos prohibido tajantemente. Cuando el Estado adopta esa posición, por muy buenos que sean sus propósitos, tan sólo consigue crear efectos perversos que, en no pocas ocasiones, pueden revelarse aún peores que el mal que se pretende atajar.

La Historia muestra vez tras vez que del Estado se puede esperar que suba los impuestos, que aumente el número de funcionarios e incluso que, cuanto más interventor sea más crezca la corrupción, pero no que consiga meter en la cabeza de los ciudadanos un concepto concreto de moral. Los intentos que al respecto se han llevado a cabo en el siglo XX -tanto por parte del comunismo como del nazismo- han terminado en la muerte de decenas de millones de seres humanos. Es una lección que no deberíamos olvidar nunca.