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DISCURSO ÍNTEGRO de José María Aznar en la Universidad San Pablo CEU

Reproducimos a continuación el discurso íntegro leído por José María Aznar con motivo de la Clausura de las Jornadas sobre Víctimas del Terrorismo organizado por la Universidad San Pablo CEU.

Permítanme empezar por expresar mi agradecimiento a la Universidad San Pablo-CEU como promotora de este ciclo de conferencias que me honro en clausurar.
 
Porque, efectivamente es un gran honor para mí, haber sido precedido en esta tribuna por las personalidades que en las últimas semanas les han hablado del terrorismo y de las víctimas del terrorismo. Muchas de ellas lo han hecho en primera persona; todas con  conocimiento directo y  sensibilidad admirables. Y en estas primeras palabras, quisiera también hacer un reconocimiento de la labor y el compromiso de esta institución, de la Universidad San Pablo-CEU.
 
Este ciclo de conferencias es una nueva prueba de ello. Pero no puede olvidarse su papel esencial en el impulso y la organización del Congreso Internacional de Víctimas que el próximo mes de febrero tendrá lugar en Valencia en su tercera edición. Estas iniciativas, respaldadas por la solvencia académica de la Universidad y los principios y valores que la definen, deben seguir desarrollándose.
 
Es muy importante consolidar tribunas, plataformas de expresión, oportunidades, en suma, para asegurar la presencia efectiva y audible de las víctimas en el debate público. Esta tarea, a la que con acierto y dignidad se contribuye desde aquí, es necesaria no sólo para llevar la expresión de nuestra solidaridad. Es necesaria, también, para que la sociedad española, en estos tiempos de memoria sectaria, mantenga el valor referencial del sacrificio de compatriotas nuestros, de ciudadanos como nosotros.
 
Ese es el sacrificio por la libertad que no debe olvidarse. Es el sacrificio de compatriotas que nos une a la mayoría  en su recuerdo. Es la memoria que les debemos a las víctimas todos aquellos que podemos hablar y queremos seguir hablando de la España que convive en libertad.
 
Pero hay algo más que hace imprescindible seguir dando voz a las víctimas, hablar de ellas y con ellas. Ya saben ustedes que alguien ha querido elaborar la teoría de que las víctimas del terrorismo no deben hablar de terrorismo. A mí, que hace unos cuantos años fui objeto de un atentado, me lo dijeron en sede parlamentaria. Según esta teoría, de terrorismo pueden hablar los terroristas y, además, deben ser escuchados. De terrorismo pueden hablar los cómplices de los terroristas, los periódicos de los terroristas, los abogados de los terroristas, los que se benefician políticamente del terrorismo, los presos encarcelados por gravísimos crímenes terroristas.
 
Todos ellos se dice que tienen que ser escuchados. Ahora bien, los que no pueden hablar de terrorismo, los que están inhabilitados para hablar de terrorismo son las víctimas del terrorismo. La mala noticia para los que así piensan es que vamos a seguir hablando. Bienvenidas sean iniciativas que, como esta, desafían el torcido interés de los que quisieran silenciar a las víctimas o descalificarlas como un producto también patológico de la propia violencia injusta de la que han sido objeto.
 
El silencio ha sido el mal que hacía posible el olvido de las víctimas, no la curación de sus heridas físicas y morales. Y de la mano del olvido, llega la impunidad de los victimarios. Es el silencio lo que condena a una sociedad a vivir en el miedo. El silencio es lo que certifica que una sociedad ha arrojado la toalla por insensibilidad o por cobardía, y ese no es el caso de la sociedad española.
 
Si aceptáramos el silencio no sólo faltaríamos a un deber elemental de solidaridad. Nos haríamos un flaco favor. Porque es una evidencia ya histórica que los terroristas empiezan a perder cuando las víctimas hacen oír su voz y la sociedad la escucha, la avala y la refuerza con su movilización. Tendremos que seguir recordando a los desmemoriados, a los oportunistas, a los mendaces que si hemos podido llegar hasta aquí en la lucha contra el terrorismo es en buena medida gracias a las víctimas y no a pesar de ellas. 
 
Me parece indudable que el principal reto que van a afrontar las víctimas en el futuro muy próximo será el resistir la presión para que acepten o bien el silencio, o bien la pérdida del sentido cívico y democrático de su sacrificio. Me parece que conviene la pena considerar esta cuestión con algún detenimiento.
 
El silencio, como acabo de señalar, se intenta imponer con el argumento –que me parece sencillamente obsceno– de que están demasiado implicadas para hablar con objetividad. Se intenta justificar el apartamiento de las víctimas. Pero no menos insultante para las víctimas es la acusación injusta de estar movidas por impulsos irracionales de venganza. No se trata sólo de la catadura moral que estos argumentos delatan en quien los utiliza. Es que son falsos.
 
Nos debería preocupar que las víctimas tengan que recordar que fueron ellas, precisamente ellas, las que renunciaron a la venganza por su confianza en la justicia. Ya tenemos suficiente perspectiva histórica para reconocer que han sido las víctimas las que han mantenido su confianza en el estado de derecho cuando muchos otros creían y declaraban que la ley no servía para solucionar este problema.
 
Se olvidan, por ejemplo, de que las víctimas fueron precursoras de la denuncia y de las iniciativas contra las organizaciones políticas de ETA que años después concluyeron con la ilegalización y, por tanto la disolución, de una parte esencial del complejo organizativo del terrorismo de ETA.
 
La ley de Partidos Políticos que promovió el Gobierno que presidí fue aprobada con un nivel de acuerdo que hoy se echa  en falta. Acabó con un fraude inaceptable para el Estado de Derecho y significó también reconocer la razón defendida por las víctimas durante tanto tiempo. De la misma manera, fueron las víctimas  las que hace también mucho tiempo reclamaron la aplicación efectiva de las penas impuestas a los terroristas como una  reivindicación de dignidad.
 
Durante mucho tiempo también, hablar de cumplimiento efectivo de las penas escandalizaba a los bienpensantes. Años después, también con un alto nivel de acuerdo, una ley promovida por el gobierno que presidí, permitió asegurar que para un asesino la condena significaba el final irreversible de su trayectoria criminal. ¿Por venganza? No, simplemente por justicia. Una justicia que, para serlo plenamente, tiene que incluir en sus efectos y en su aplicación un elemento de reparación del daño moral causado.
 
Insisto, por tanto, en que lejos de cualquier tentación de venganza, lejos de cualquier exigencia de respuesta antijurídica al terrorismo, las víctimas han depositado su confianza en el Estado de Derecho. Han mostrado una confianza en él muy superior a  otros, esos sí, que no creyeron en la ley como el arma democrática contra el terror.
 
No han pedido atajos. Han sido las víctimas un factor de fortalecimiento del Estado de Derecho y no de debilitamiento de su capacidad para responder a la agresión de los terroristas. Precisamente porque no han cedido a la tentación de venganza, algo que, por cierto, nosotros damos por sentado pero a más de uno, especialmente fuera de nuestro país, les resulta casi increíble y, desde luego, admirable.
 
Se acusa a las víctimas de buscar la venganza. Eso significa buscar el castigo de los culpables al margen de la ley. Pues bien, a quien acuse, habrá que preguntarle quiénes se ampararon en un presunto derecho a la venganza para quebrar la ley y para romper el Estado de Derecho. Las víctimas no han sido nunca un bando. Renunciaron a serlo. Simplemente no quisieron serlo. Y ese es otro motivo de reconocimiento, no menor, por cierto. Han sido, sólo y únicamente, objeto de la violencia terrorista, no agentes de venganza. Es necesario recordarlo ahora y me temo que va a ser más necesario aún recordarlo en adelante.
 
En estos momentos, en los que las palabras valen por cómo suenan y no por lo que significan, corremos el riesgo de volver a errores para los que ya no hay excusa.
 
¿Quién no quiere la paz? Pero es que ese no es el problema. El  desafío que el terrorismo plantea en una democracia avanzada es un desafío a la libertad, no un problema de cómo hacer la paz.
 
Precisamente por ello, el punto de inflexión en la lucha contra el terrorismo en nuestro país se produce cuando la sociedad española rechaza todas las coartadas que habían manejado los terroristas, sus cómplices y sus beneficiarios, cuando hace suya la causa de los amenazados, de los perseguidos; de las víctimas, en suma. Es entonces cuando decide que hay que derrotar a los terroristas por la sola y suficiente razón de que la libertad se gana o pierde; se  defiende o se entrega; se hace respetar sin condiciones o se deja a merced de sus enemigos.
 
Antes me he referido al riesgo de que las víctimas se vean privadas del valor cívico de su sufrimiento. Porque a las víctimas se les quiere convertir en uno de los bandos en una inexistente guerra. Desde esta inexistente guerra, la idea de paz que algunos vuelven a poner en circulación requiere que víctimas y terroristas queden igualados como los dos bandos en conflicto.
 
Una vez igualados, víctimas y terroristas tendrían que asumir gestos y renuncias recíprocas. Renuncia que en el caso de las víctimas sería el perdón que los terroristas nunca han pedido, el olvido de sus crímenes, y la impunidad de sus victimarios. Esto no es una fabulación. Esto se les está diciendo oficialmente. Con mayor o menos sutileza. Son estos planteamientos los que se pueden leer en los periódicos y los que se sugieren desde instancias políticas que promueven de manera irresponsable el protagonismo de los terroristas.
 
La situación es paradójica. A los que se proclaman hacedores de la paz, les falta la guerra. Hablan y no paran del proceso irlandés pero callan cuando se les pregunta donde están, en nuestro caso los terrorismos, en plural, que han asolado Irlanda del Norte. Callan porque no tienen respuesta. Callan porque no tienen respuesta honesta, democrática y decente a las preguntas que hace pocos días planteaba en un extraordinario artículo Mikel Azurmendi, voz de víctima y perseguido, cuando escribía: “¿Con quién se ha de firmar la paz si únicamente ellos nos persiguieron y nos mataban? ¿Qué Stormont se espera si aquí la ciudadanía perseguida no ha respondido a la violencia con violencia?”
 
Que no se utilice el nombre de la paz en vano. Que la simple apelación a la paz no sea, de nuevo, el vehículo que aprovechen los terroristas para obtener esos réditos que la democracia les ha negado, pagando un alto precio por ello. No basta con hablar del final del terrorismo. A estas alturas, ante el sacrificio acumulado de cientos de españoles, el único final real y auténtico es la derrota política, organizativa, operativa y social de ETA y todo su entramado.
 
Significa impedir cualquier sombra de impunidad de quienes ni siquiera reconocen el sufrimiento infligido. Significa privar a ETA, hoy y en el futuro, de toda justificación para su causa, de toda legitimación por supuesto política pero también histórica. Significa, hoy más que nunca, frustrar todas las expectativas que puedan alimentar los terroristas.
 
Creo que no estamos en ese camino. Y no se deberían ignorar los síntomas. Síntomas como la evolución preocupante del terrorismo callejero. O el hecho de que todos los días asistamos a lo que no puedo calificar más que como una violación flagrante y continuada de la Ley de Partidos y de la resoluciones de los máximos tribunales, cuando se permite la presencia y actividad pública de un partido ilegalizado por terrorista, disuelto por el Tribunal Supremo e incluido en la lista de organizaciones terroristas de Estados Unidos y de la Unión Europea.
 
Debería preocuparnos que no condenar los actos terroristas haya vuelto a ser irrelevante. Y no menos preocupante es que se acepte con una naturalidad asombrosa la reconstrucción de la estructura de poder municipal del entramado político de ETA mediante la coacción continuada sobre concejales, todos o casi todos de partidos nacionalistas, que les lleva a renunciar bajo amenaza a la representación que ETA y Batasuna creen que es de su propiedad.
 
Qué sentido puede tener para ETA el hecho de que hasta que no asesine, se considerará que sus atentados son políticamente tolerables. Qué mensaje mandamos a ETA cuando desde el Gobierno de la Nación se descalifica y divide a las víctimas. Cuando se les advierte de que en algún momento tendrán que ceder –ceder en dignidad, en justicia, en memoria–  y que si no lo hacen serán considerados como un obstáculo para la paz.
 
No basta con decir que ETA está débil. Su debilidad ha sido hasta ahora el resultado de una política firme, consistente, creíble y articulada a través de instrumentos jurídicos y políticos eficaces. No basta con celebrar que ETA está débil y, al mismo tiempo, desmantelar lo que ha permitido llevar a la banda a ese estado de debilidad. Si ETA está débil la responsabilidad del momento consiste en hacer todo lo posible para que cada día lo esté más. Si hay presos destacados de ETA que han pedido el abandono de las armas porque en un momento determinado han interiorizado su derrota, la única estrategia responsable es mantener esa firmeza para que no sean seis, sino seiscientos los que tengan que afrontar la realidad de que la democracia que querían destruir, ha ganado.
 
Los presos que abogan por abandonar las armas ante la inutilidad de su estrategia terrorista, al parecer, han sido expulsados. Nunca faltarán interpretaciones tranquilizadoras. Pero la pregunta que hay que hacerse es si esa sensación de desmoralización y derrota que llevó a estos sujetos a tomar esa posición ha aumentado o disminuido, se ha extendido o ha retrocedido. Porque si esa sensación ha disminuido –y creo que desgraciadamente es así– es que las cosas llevan una dirección equivocada. Basta con leer los periódicos, con escuchar opiniones de gentes ideológicamente muy diversas, para comprobar que hay una preocupación extendida entre muchos ciudadanos que yo comparto.
 
Sabemos muy bien lo que cada uno ha hecho en el pasado. Tenemos la experiencia de lo que ha sido eficaz, de los errores que no hay que volver a cometer, de los caminos por los que los demócratas nunca deben transitar en la lucha contra el terrorismo. Sabemos lo que nos une y sabemos también el potencial decisivo de la unidad cuando esta no ha sido simple retórica sino un propósito compartido de derrotar la estrategia terrorista. Si esto es así, no se entiende que se haya quebrado el consenso ampliamente mayoritario en la política antiterrorista. La quiebra de este acuerdo era la noticia más esperada por los terroristas.
 
Apenas un año después de llegar al gobierno el Partido Socialista, se producía la ruptura del Pacto por las Libertades, sentenciado por el Presidente del Gobierno al declarar que, en la lucha antiterrorista, con el Partido Popular sólo le une el dolor por los muertos. Bien es cierto que  en la ruptura del Pacto por la Libertades el Partido Socialista y el Gobierno no estuvieron solos. Contaron, y cuentan con el apoyo de partidos que tanto se han distinguido en la lucha antiterrorista contra ETA como Esquerra Republicana de Cataluña. Y también contaron con el apoyo de tres de los cuatro firmantes  del Pacto de Estella,  (el cuarto no podía porque era Batasuna  y los disolvió el Tribunal Supremo) 
 
Lo lamentable, lo más dramático es que esto es lo que parece: un juego surrealista, una operación partidista en la que se pretende convencer a los ciudadanos de que un acuerdo con  los que  pactaron con ETA echar a la mitad de los vascos es lo mejor que nos podía ocurrir en la política antiterrorista. Y que, en todo caso, eso es mejor que mantener un acuerdo con la representación de diez millones de españoles. No es responsable, sean las intenciones buenas, malas o regulares, unir como ha querido siempre ETA el cese de la violencia terrorista con ningún proceso o negociación política.
 
Mucho me temo –y no sólo lo temo yo– que esta vinculación se está reproduciendo cuando se aceptan planteamientos como el de dos mesas de negociación. Esa vinculación se vuelve a dar a ahora cuando se avala políticamente a la dirección de un partido disuelto judicialmente por terrorista como es el caso de Batasuna, e incluso se le dice que puede llegar ser socio de gobierno con el Partido Socialista en el País Vasco.
 
No se pueden dilapidar los esfuerzos que gracias a los cuales juntos conseguimos romper el mito de que ETA era invencible y que, por tanto, al final no habría más alternativa que resignarse a hacer concesiones políticas. Es preciso repetir que la sociedad española y el Estado de derecho no tienen que pagar precio político alguno por el cese definitivo del terrorismo.
 
Personalmente, me opongo a ese argumento falaz según el cual se pueden contemplar concesiones a los terroristas no porque matan sino porque dejan de matar. Si no hemos pagado precio político en los peores momentos de su trayectoria criminal, es una broma de mal gusto sostener que convendría retribuir a los terroristas cuando no pueden matar. No debemos engañarnos sobre las intenciones de una banda terrorista como ETA. Ni se ha planteado el abandono de las armas, ni renuncia a sus objetivos.
 
Adaptará su estrategia a su capacidad operativa en cada momento y a la mayor o menor fortaleza de sus organizaciones de apoyo. Administrará en su sólo beneficio las expectativas de una sociedad que, como es evidente, quiere que el terrorismo acabe. Se adaptará, repito, pero se adaptará para sobrevivir, no para desaparecer.
 
Frente a esta pretensión de ETA, el Estado de derecho y la política democrática tienen que seguir dando a ETA motivos para no albergar ninguna esperanza de recuperación. Debemos seguir dando motivos que ETA abandone toda  expectativa de protagonismo. Para negarle a la banda  la mínima oportunidad de hacer creer a nadie que el terrorismo conserva todavía un lugar y que ahora puede  encontrar nuevas posibilidades de alcanzar sus objetivos.
 
Esta misma semana se ha recordado que hace cinco años el Partido Popular, el Partido Socialista y el Gobierno que tuve el honor de presidir suscribimos solemnemente el Pacto por las Libertades y contra el terrorismo. En aquel acuerdo, desde la responsabilidad de gobierno que asumíamos, aportamos una decisión firme de que el terrorismo fuera derrotado. Aquel compromiso debe restablecerse.
 
Hace poco menos de un año recordábamos el décimo aniversario del asesinato de Gregorio Ordóñez. Afirmé entonces en San Sebastián que no veía ningún motivo para modificar la política antiterrorista contenida en el pacto por las Libertades.
 
No ha variado mi opinión al respecto. Más bien al contrario. O los que han roto el Pacto por las Libertades vuelven al consenso antiterrorista o corremos un riesgo real de que ETA pueda reconstruir su entramado criminal, rehabilitar sus estructuras de coacción, recuperar su presencia amenazante y en último término superar una situación que ha resultado crítica para la banda terrorista.
 
Repito que hay demasiados síntomas, demasiado preocupantes. Pero aunque no los hubiera, simplemente la posibilidad de que esto ocurra,  debería llevar a los que tienen ahora la responsabilidad de gobierno a rehacer todo lo que han roto en la política antiterrorista por su obsesión partidista y sus compromisos con los que siempre sistemáticamente han hecho todo lo posible para que fracasara la acción del Estado de derecho contra los terroristas.
 
Ya no hay duda de que  derrotar al terrorismo es posible. Y si es posible hay poner todo el esfuerzo en ello. Ese sigue siendo el objetivo más importante al que todos los demócratas estamos convocados. Por las víctimas y por todos.
 
Muchas gracias.

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