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EDITORIAL

Adiós, Cuiña

Las intrigas de la otra sucesión, la del político más veterano de España, fundador del PP y su presidente de honor, Manuel Fraga, se habían desarrollado hasta ahora más o menos en silencio. José Cuiña, mano derecha de Fraga durante los últimos 13 años –e inspirador de un sesgo nacionalista en la política de la Xunta que dista mucho de despertar entusiasmo en amplios sectores populares–, se perfilaba hasta no hace mucho como el más claro sucesor de don Manuel al frente del PP gallego. Cuiña, sucesor de de Mariano Rajoy –quien a su vez es mentor de Ana Pastor, su supuesta rival en la sucesión de Fraga– al frente de la Diputación de Pontevedra, tenía todas las papeletas y toda la confianza de Fraga para sustituirle en su ya próxima –todo indica que improrrogable– jubilación definitiva.

Una mano anónima, aunque identificada por los enterados como popular, hizo llegar a la Cadena Ser, que hizo el uso que era previsible de ella, la noticia de que empresas de la familia de Cuiña se habrían lucrado con la venta de material para la limpieza de las playas gallegas a resultas de la catástrofe del Prestige. La puesta en circulación de esta irregularidad, relativamente menor, ha servido para reactivar su polémico historial en la gestión del urbanismo y las obras públicas gallegas y se ha convirtido en el detonante que ha truncado definitivamente su brillante carrera política a la sombra de Fraga, la cual no ha estado exenta de incidentes polémicos.

En septiembre de 1992 fue acusado por el BNG de prevaricación y malversación de fondos en su etapa al frente de la Diputación de Pontevedra –cargo que ocupó entre 1987 y 1990–, aunque el TSJ de Galicia decidió no procesarlo. Igualmente, dicho Tribunal también decidió archivar cuatro años después la denuncia, esta vez presentada por Cuiña, en relación con ciertas informaciones publicadas por la prensa que hacían referencia a un supuesto trato de favor por parte de la Xunta a empresas de Isolina Crespo, madre de Cuiña; aunque el auto aclaraba que no existía ninguna incompatibilidad en que la madre del ex consejero –titular de esas empresas desde 1971– contratara con la Xunta, negando la posibilidad de que aquélla actuara como testaferro de su hijo. En enero de 2000 salió a la luz un asunto digno de novela policiaca. La Guardia Civil descubrió accidentalmente una supuesta trama para asesinar a Cuiña cuando la viuda del detective privado Rafael Wolfgang –quien supuestamente recibió el encargo de matar al ex consejero– la presentó como prueba en un juicio laboral para reclamar una indemnización por la muerte de su marido, que tuvo lugar en circunstancias extrañas. En la agencia para la que trabajaba Wolfgang se encontró material e información relacionada con la vida de Cuiña.

Con todo, este accidentado historial, al que viene a añadirse la venta de material de limpieza para las playas gallegas, sólo ha sido la gota que colmó el vaso de la paciencia de Fraga; cuya indudable –por probada– pericia política no incluye, para su desgracia, el acierto en la elección de colaboradores y herederos políticos. Véase, por ejemplo, el caso de Jorge Verstringe, reconvertido en “tiralevitas” de Alfonso Guerra; del efímero Hernández Mancha o de Herrero de Miñón, quien después de colaborar en la destrucción de la UCD ingresó en AP para después convertirse a la fe nacionalista. José Cuiña ha sido su más reciente fracaso.

Los expertos en la vida interior del PP gallego dicen que Cuiña no era bien visto desde hace tiempo ni en Génova ni en Moncloa. Los rumores de que, frente a su candidatura a la sucesión de Fraga, se pudiera estar alentando en los últimos tiempos la de Ana Pastor, actual ministra de Sanidad, contribuyeron a irritarle. Cuiña quiso aprovechar el incidente del Prestige para forzar la mano de Manuel Fraga, incitándole a la ruptura y el enfrentamiento con el Gobierno de Madrid para hacerse con el control directo de la crisis medioambiental –y con los réditos políticos correspondientes que aseguraran sus posibilidades sucesorias. Pero las acusaciones de los compañeros de gobierno de Cuiña –quienes ya se quejaban de su utilización política del cargo con vistas a la sucesión de Fraga– y la oposición de los consejeros de Pesca y de Economía al cisma que dentro del PP planteaba el ex consejero, hicieron que Fraga finalmente se decidiera a prescindir de su delfín. Para ello aprovechó la ocasión que le brindaban las revelaciones inducidas sobre el asunto de la venta de material de limpieza.

Además de ser una de las secuelas de la deficiente gestión del PP y del Gobierno en torno a la catástrofe del Prestige –lo que, a su vez, no es ajeno a otra cuestión sucesoria pendiente, la de Aznar–, la caída de Cuiña muestra con toda claridad las desventajas de las estructuras piramidales, carentes de contrapesos, en el gobierno de los partidos políticos. La lealtad hacia el líder no se fundamenta en la defensa de un programa o un ideario, sino más bien en las expectativas de botín político que ese líder pueda procurar a sus colaboradores. En tal ambiente, suelen triunfar los más aduladores, que a la vez suelen ser los menos escrupulosos cuando se trata de maniobras políticas. En un gesto que le honra, Fraga no escuchó los cantos de sirena de Cuiña, quien en su desmedida ambición no tuvo empacho en provocar el cisma dentro del PP con tal de asegurar su futuro político, contando con que Fraga no querría cerrar su brillante carrera política con la mancha del chapapote.

Quizá este incidente le sirva de lección a Aznar en su propia cuestión sucesoria y aprenda que para gobernar un partido, el manejo de las ambiciones políticas –si bien asegura durante algún tiempo la absoluta sumisión y obediencia– es un arma de doble filo cuando los ambiciosos no ven clara cuál ha de ser la recompensa a su “lealtad”. Esperemos que la altivez y el endiosamiento sobrevenidos con el ejercicio de la mayoría absoluta no le impidan tomar buena nota de las enseñanzas que de esta crisis, todavía no cerrada, cabe extraer.

En España

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