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Dos fotos en El País, que a veces acierta, no siempre queriendo. En la portada: un chaval o chavala, pañoleta palestina al cuello, asoma una cara sonriente entre una fila de antidisturbios. Era en la manifestación madrileña de los estudiantes de secundaria contra las reformas educativas, digo, contra el PP. La kefia, kefiya o kufiya, que no sé cuál es la transcripción adecuada, consolida su regreso a las pasarelas de la tribu. Ya lo observó Rosa Montero el año pasado. Yo recuerdo a una chica cargada de bolsas con adquisiciones en buenas tiendas de ropa, y el chal del viejo terrorista sobre los hombros. La guita y la pose rebelde juntas producen la revuelta contemporánea. El dinero, cierto, la rebelión, presunta. Es la rebelión de los que tienen tanto que no pierden nada.
 
Yo también llevé la pañoleta en los setenta, creía que en solidaridad con los palestinos. No estaba de moda llevarlo entonces, época en la que solíamos ser tan necios que tratábamos de vivir más bien de acuerdo a lo que pensábamos. No era virtud sino necesidad. Era de cajón que no podía uno alistarse en la rebelión y vivir como un burgués, que no se podía andar con la kefiya e ir de compras. Ni vivir de los padres ni aceptar el confort que el sistema, eso tan denostado por los chavales de la manifa, te ofrecía con generosidad, aunque con menos abundancia que ahora. La rebelión no era una capa que uno vestía para tirarle piedras a la bofia y que luego se colgaba en el perchero del chalet de papá. Había que correr algunos riesgos.
 
El chaval o chavala de la foto asoma sonriente entre las espaldas de los policías, una estampa impensable hace tres décadas. Ciertos riesgos, afortunadamente, han disminuido. La rebelión juvenil se ha quedado en vacía repetición de un ritual, dirigida por burócratas. El enemigo está, en realidad, en los símbolos que adora el rebaño, sumiso a los dictados de la moda. Lo llevan enrollado al cuello, como el pañuelo que representa no la lucha de los palestinos por su liberación, sino la ciega locura de sus dirigentes, esos que, como Arafat, les han robado la paz y la prosperidad. En los setenta podíamos alegar con subterfugios que no lo sabíamos. Ya no hay excusa que valga. El pañuelo es el estandarte del terror elevado a única política.
 
En la segunda página, una foto de tres niños palestinos camino de la escuela. Llevan mochila y cartera, van limpios, cuidados, con una mezcla de prendas occidentales y árabes. Pasan serios ante los restos humeantes de un edificio. Ninguno lleva la kefiya. Son, o parecen, miembros de ese pueblo que intuimos detrás de la barbarie de las bandas terroristas que lo han secuestrado. Se ve, o así parece, que quieren salir adelante, tener una vida decente. A su alrededor sobra violencia y sobran símbolos. Imagino que les gustaría estudiar en una ciudad tranquila, en un país próspero como España. Un país donde niños un poco mayores que ellos juegan a la violencia adornados con el símbolo de lo que a ellos les destroza la vida. Sólo por la pose.

En España

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