Dice Raffarin que es escandaloso el comportamiento de la gente que no ayudó a la mujer atacada por una cuadrilla –¿sería incorrecto decir jauría?– de magrebíes en el metro, a la que, por ser judía pintaron svásticas, arrojaron su bebé al suelo y la hicieron, en fin, objeto de esa forma de justicia musulmana que tanto gusta a los europeos cuando las víctimas son israelíes. La francesa no era judía, se aclara, como si el problema fuera distinto de haberlo sido. Pero los magrebíes sí eran magrebíes y a lo mejor esa ha sido la causa de que la gente no interviniera, por el miedo que su impunidad va generando en el cuerpo social. El antisemitismo tiene en la política europea, muy especialmente en la abyecta política francesa, su permanente acicate, su incesante legitimación. Que no mire a la gente Raffarin y que se mire al espejo. No tiene que ir más lejos para buscar responsables.
En España, el antisemitismo encuentra estos días una excusa más para manifestarse a cuenta de la valla de seguridad que Israel está levantando contra los terroristas palestinos y que un tribunal onusiano, de los mismos antisemitas de Durban que allí jalearon el terrorismo de Arafat, ha declarado ilegal o algo así. Los titiriteros contra la guerra y los periodistas progres, antisemitas casi todos aunque se llenen la boca con la mamarrachada de las Tres Culturas, han perpetrado una catarata de sandeces que merece ser archivada y estudiada en el futuro por los historiadores o por los psiquiatras. Todos dicen vaguedades contra los muros, así en general, unos cuantos comparan el muro defensivo de Israel con el Muro de Berlín, hace falta valor, y otros llaman directamente nazis a los judíos. O sea, que están en línea con los magrebíes que atacaron a la presunta judía y a su bebé en Francia. Se equivocaron pero la intención era buena. Otra vez será.
Y si estamos contra el Muro de Sharon, ¿por qué no empezamos por derribar el de Melilla?