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José Carlos Rodríguez

El colapso de Zimbabwe

Zimbabwe, un país que estaba en el camino del desarrollo sobre la base del respeto a la propiedad, una moneda sana y la exportación al exterior, no es ahora capaz siquiera de cubrir sus propias necesidades alimenticias

En el año 2000, Robert Mugabe inició en Zimbabwe una política de expolio de tierras en manos de los blancos, para repartirlas entre los negros. Esta política racista contaba, como no podía ser menos, con el vivo aplauso de parte de la izquierda internacional. Mugabe enviaba a bandas de matones a las granjas y explotaciones en manos de blancos, instaurando un régimen de terror. Más de 4.000 agricultores y propietarios fueron expulsados de sus tierras. Cuando los negros se hicieran con ellas, anunciaba el dictador, los resultados no se harían esperar. La producción se multiplicaría y los de su raza mejorarían la situación, empobrecida por la explotación de los blancos, que se habían quedado con las mejores tierras en la época colonial. Estas razones se acompañaban y aderezaban en los países del primer mundo con reflexiones sesudas, elaboradas desde el desecho teórico marxista, a cuenta del colonialismo, la lucha de clases convertida en lucha de razas y demás.
 
No hace mucho que el propio Mugabe ha tenido que reconocer su fracaso. De hecho la mayoría de las fincas robadas a los blancos jamás han sido ocupadas. Quien no es capaz de entender en qué consiste la riqueza se sorprende por este tipo de fenómenos. Se cree que de algún modo la riqueza simplemente “está ahí”, a la espera de alguien vaya y la recoja, como quien coge la fruta de un árbol. Pero cuando se ha intentado agarrar la riqueza ajena, ésta se ha desvanecido entre los dedos como la arena del desierto. Expulsados los “explotadores”, resulta que la fabulosa riqueza que pretendían tomar no aparece por ningún lado. Esta fue la experiencia de Allende, y desde luego esta ha sido la experiencia de Robert Mugabe. Pero como Mugabe sigue sin sospechar cómo se crea la riqueza, no sólo no ha dado un paso atrás. A la vista de que su plan de expolio y reparto resultó en fracaso ha decidido huir hacia delante y el 8 de junio de 2004 prohibió el régimen de propiedad privada sobre la tierra, que ha pasado a nacionalizar. Le espera un nuevo fracaso.
 
Si esperaban tomar, sin más, la riqueza y una vez expulsados los dueños de las tierras ésta no aparece por ningún lado, ¿No será que la riqueza hay que crearla? Pero para hacerlo es necesario que un régimen de propiedad privada asegure al productor que, buenos o malos, los resultados de sus esfuerzos serán exclusivamente para él. Nadie invierte en lo que no le pertenece. Las mejoras, incluso el mantenimiento del capital con el que se creaba la riqueza sobre el feraz suelo de Zimbabwe, se han detenido. No se invierte capital y el resultado es el que cabía esperar.
 
Zimbabwe, un país que estaba en el camino del desarrollo sobre la base del respeto a la propiedad, una moneda sana y la exportación al exterior, no es ahora capaz siquiera de cubrir sus propias necesidades alimenticias. Naciones Unidas le ofreció ayuda internacional, en forma de la comida que el país ya no producía. Pero gran parte de esa ayuda tenía procedencia estadounidense. Robert Mugabe la rechazó, diciendo que Zimbabwe era autosuficiente. Greenpeace apoyó al dictador en su rechazo, porque la ayuda de los estadounidenses contenía alimentos genéticamente modificados.
 
La política de Mugabe, con el apoyo de Greenpeace, ha provocado centenares de miles de ciudadanos muertos por inanición. El desastre ha sido tal que ha forzado al régimen a readmitir la ayuda internacional, sin la cual no podría sobrevivir nada menos que la mitad de la población zimbabwense. Tres millones de personas han podido huir de la falta de alimentos, de medicinas, de electricidad, de la falta de todo, hacia Sudáfrica y otros países vecinos. Ello, sobre una población de 12 millones de habitantes.
 
Un cuarto de millón de zimbabwenses mueren anualmente de SIDA, y hay quien reconoce a los periodistas extranjeros que “la vida es demasiado breve como para ocuparse del SIDA”. Hace veinte años la esperanza de vida en Zimbabwe era de 56 años. Ahora es de 33. Un camino de regresión que está llevando, por ejemplo, a sustituir las ambulancias motorizadas por otras tiradas por bueyes.
 
Por cierto, todo este desastre humanitario no ha impedido que Zimbabwesea miembrode la comisión de derechos humanos de la ONU, organismo que llegó a votar en 2003 en contra de incluir a ese país en la lista en observación de derechos humanos. Una muestra más de que la ONU es perfectamente prescindible.

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