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Federico Jiménez Losantos

Una butaca de platea para el Apocalipsis

Este es el momento en que no sabemos cuántos morirán, aunque si nos mantenemos ante la pantalla, nos lo irán contando. Lo único que sabemos seguro es lo que ha subido hoy el petróleo

Todo en esta tragedia tiene un aire teatral. Hace cinco días, cuando Katrina creció de golpe y, como una quinceañera caribeña en cualquier telenovela atroz, se convirtió de Tormenta en Huracán, veía desde la ventana de mi apartamento arder bajo la lluvia los cables de la electricidad. Y no había diferencia clara entre los balcones y los televisores: todo era como una representación en la que la fiera Naturaleza descolgándose desde su cielo más oscuro y los afanosos humanos esquivándola en la tierra como hormigas perplejas seguían un guión que alguien se había olvidado de escribir. Los coches huían sin testigos y sin perder la compostura bajo las atildadas palmeras de Key Biscayne y, en la televisión, salían como podían de los charcos de Hialeah, entre periodistas y postes de la luz derribados al primer envite. En el canal Telemundo, que reconvirtió todos sus programas en un maratón informativo permanente sobre Katrina y sus víctimas, John Morales, el meteorólogo más avezado en huracanes, tifones y toda clase de turbulencias atmosféricas, estuvo dos días seguidos tratando de explicar cada diez o doce minutos el inexplicable comportamiento del que seguramente es ya el peor huracán de la moderna historia de los Estados Unidos de América.
 
Y uno veía en la pantalla, como en un sueño absurdo, a periodistas que uno ha conocido de traje y corbata, como el gran Cao, flotando en destartalados chubasqueros amarillos y hablando de perfil ante la cámara para proteger del ventarrón a la voz y al micrófono, metido en una improvisada bolsa de plástico para no empaparse de lluvia. Pero resulta difícil prestar atención a las palabras de unos periodistas disfrazados de inspectores de alcantarillas cuando el viento racheado, como un gigante ciego, va apagando una a una las farolas en la incierta luz del atardecer floridano.
 
De pronto, es de noche. El ulular del viento se convierte en un sonido continuo contra el que uno no se atreve a poner música. Llegan los empleados del edificio y meten los muebles de las terrazas dentro del apartamento, con lo que todo adquiere un aire de improvisación y acampada más que de pernoctación. Pero las autoridades en la televisión avisan de que lo que viene es mucho peor de lo que se pensaba y que nadie puede esquivar las obligaciones que todo floridano conoce desde su primer agosto: hacer acopio de agua potable, prepararse con linternas y velas para cuando la luz se vaya, tener alguna radio de pilas para los mensajes de emergencia o evacuación y preparar latas y comida para dos o tres días, por lo que pueda pasar. Para los forasteros, eso se traduce en correr las cortinas metálicas que tienen todos los buenos edificios de apartamentos y que pasan once meses al año bajo el sol de los trópicos esperando su momento, que casi nunca llega. Pero esta vez, sí. Todas las precauciones son pocas.
 
Durante esa noche, millón y medio de habitantes del condado de Miami Dade se quedaron sin luz, esto es, sin aire acondicionado, nevera ni televisión. A partir de ese momento se vió que Katrina hubiera sido capaz de superar los estragos de Andrew, el destructor de Miami dos décadas atrás, si aquel Andrew no hubiera vacunado contra la imprudencia a esta jovencísima ciudad, inmensa, multiforme, en permanente expansión.
 
Pero que todo el centro de la ciudad se había quedado a oscuras sólo lo sabíamos los que teníamos la suerte de seguir con luz. Se crea así una situación surrealista, que a unos los conduce a la angustia, pensando que pueden quedarse igualmente a oscuras dentro de poco y, en cambio, provoca en otros una especie de alegría animal, de sobrevivir a la desgracia ajena. La mayoría, me parece, se inclina por la euforia irreflexiva antes que por el temor contagioso. Pero a lo largo de la noche tampoco sabes muy bien qué hacer: no te puedes ir a dormir temprano como no tienen más remedio que hacer los que no tienen aire acondicionado ni televisión, pero tampoco te puedes quedar en vela hasta el amanecer. En fin, todo extraño, raro, irreal, fantasmagórico.
 
Al día siguiente había pasado el huracán y los daños eran cuantiosos, decían en la tele. Pero eran mucho más que eso. Después del mediodía, seguían sin funcionar los semáforos. Incluso las zonas más acomodadas y más afortunadas en la noche salvaje de Katrina seguían prácticamente anegadas, en una especie de piélago con islas de verdín que apenas respetaba los contornos de las fincas, casas y calles sumergidas. Barrios enteros de la ciudad estaban cerrados al tráfico y por donde habían pasado ya los equipos de limpieza se alineaban los árboles arrancados de cuajo, con sus raíces enmarañadas y su pellón de tierra al aire. Grandes matas arrancadas, ramas rotas, copas destrozadas, palmas y más palmas ennegrecidas y apiladas en el barro. Todo era a la vez higiénico y temible, admirable y horroroso. Una mixtura casi perfecta de prevención e impotencia, de minuciosa previsión y aterradora fatalidad.
 
Tres días y nueve muertos después, cuando Katrina era ya el monstruo que aterrorizaba Nueva Orleáns, pude entrever uno de los muchos problemas de fondo desvelados por la catástrofe. Volvíamos de cenar con los Montaner en el cubanísimo “Versalles” para despedir el verano. De nuevo funcionaba el peaje de un dólar en la entrada de Key Biscayne. La carretera estaba despejada, con apenas despojos vegetales escoltándola. Oíamos la Clásica 92, donde Lorenzo Santamaría seguía cantando, tan bien como hace varias décadas, “Para que no me olvides”. Pero antes de adentrarnos en los predios de Fórmula V y “El Puma” dieron paso a un anuncio de la FPL, Florida Power Light, que para desgracia nuestra y suya no compró Iberdrola hace ya casi una década.
 
El anuncio confirmaba que cientos de miles de hogares seguían sin luz y seguirían aún por bastante tiempo, cuando ya las noticias de Katrina hubieran pasado a la penúltima página de los periódicos. Necesitaban, decía la FPL, la colaboración de policía y bomberos para ver dónde podía haber cables enterrados en el agua y el fango, para así no producir más desastres por acortar el descalabro de los consumidores, que, total, sólo llevaban cinco días sin luz ni aire acondicionado a treinta y muchos grados de temperatura y con una humedad que vuelve el aire irrespirable. Esas son las garantías de los consumidores cuando el monopolio y el control de las tarifas producen el embudo de inversiones mientras aumentan los usuarios que ya produjo la catástrofe de California. Y que podría ser el destino de Europa si no se abre el mercado energético.
 
A la mañana siguiente, el centro financiero del Donwtown, que es la City de Iberoamérica, seguía colapsado por la falta de energía. En la zona más próspera del mundo, la comida se pudría en los congeladores de los supermercados, los padres se desesperaban sin clase para sus hijos, los juzgados aplazaban los juramentos de ciudadanía, y era lógico, porque los ciudadanos estaban siendo estafados al por mayor en su condición de tales. Y es dudoso que se haya aprendido la lección, cualquier lección.
 
Pero mientras los muertos de Florida que nunca aparecerán o que encontrarán unos niños en alguna aventura de película pobre se perdían en el horizonte turbio de lo que nadie espera, una inmensa cola de muertos vivientes, de enfermos terminales, de “vençidos da vida” se alargaba en las aceras del Super Domo de Nueva Orleáns. Eran los que no tenían coche ni acaso piernas para huir de la ciudad, miles y miles de pobres de solemnidad, de enfermos de todo, de víctimas de sí mismas o de la mísera fatalidad, que eran cacheados para evitar que metieran armas y drogas en aquel hacinamiento del dolor. Después de Florida, Luisiana, Alabama, Missisipi y algún Estado más caían bajo la sombra demoníaca de Katrina. El inmenso país pareció contener el aliento cuando el ojo del Huracán parecía dispuesto a arrasar el centro de la antiquísima ciudad del jazz. Un general, con esa minuciosa piedad que algunos exhiben al adelantar las desgracias, pronosticó cien mil muertos si el huracán entraba en la ciudad y rompía cualquiera de los dos diques que la flanquean y la guardan de las aguas del lago y el río, a cual más inmenso. Toda Norteamérica se agolpó ante la televisión.
 
Y entonces, Katrina, se burló una vez más de los humanos y evitó Nueva Orleáns en otro caprichoso movimiento. Al tiempo, su furia parecía desvanecerse: del nivel 5 pasó en pocas horas y cien kilómetros al nivel 1. Este es el momento en que no sabemos cuántos morirán, aunque si nos mantenemos ante la pantalla, nos lo irán contando. Lo único que sabemos seguro es lo que ha subido hoy el petróleo. Mañana... ¿quién puede saberlo? Tras contemplar desde una cómoda butaca de platea esta pequeña representación del Apocalipsis, ni siquiera está claro qué significa “mañana”.
 
 
 

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