Menú
EDITORIAL

Gallardón elude su responsabilidad

La obsesión de los gobiernos por mantener bajo su control directo el transporte público y las comunicaciones se ha justificado tradicionalmente con el argumento de que, al tratarse de sectores esenciales para la sociedad, no podían quedar al arbitrio de la “codicia” empresarial o de los intereses particulares, que sistemáticamente prestarían servicios caros y de ínfima calidad. A este “argumento”, se le suele añadir también la “irracionalidad” económica y la “complejidad” que supone duplicar líneas telefónicas, vías férreas, empresas de transporte urbano o líneas regulares de transporte por carretera. Por ello, los autobuses urbanos fueron municipalizados; los ferrocarriles, Correos, las líneas aéreas y los teléfonos fueron nacionalizados; y las líneas regulares de transporte de viajeros por carretera pasaron a ser monopolios u oligopolios privados creados por concesión administrativa y con precios regulados.

Afortunadamente, en el caso de los servicios telefónicos, de las aerolíneas —aunque sólo parcialmente— y de los envíos postales se ha dado marcha atrás; y la “codicia” empresarial y la aparente “irracionalidad” económica que supone disponer de varias compañías donde elegir, han redundado —como enseña la ciencia económica— en la mejora de la calidad y el precio de los servicios. No podía ser de otra manera: el sentido común más pedestre indica que la mejor forma de asegurar el suministro de un producto o la prestación de un servicio no es restringir su oferta, sino incrementarla al máximo posible.

Por ello, en los sectores esenciales donde todavía no se permite la llegada de la libre competencia (como sucede con los ferrocarriles y con el transporte de viajeros por carretera), los usuarios, desprovistos alternativas, se convierten sistemáticamente en rehenes de unos sindicatos conscientes del poder extorsionador que les confieren los monopolios creados por la voluntad de los políticos.

El ejemplo más reciente de esta situación lo aporta la huelga de transporte interurbano de Madrid. 900.000 madrileños están condenados a un virtual aislamiento si es que no disponen de vehículo privado o no pueden emplearlo para acceder a sus puestos de trabajo. Sólo esta circunstancia aconsejaría dar entrada a la libre competencia en este sector. Pero, mientras tanto, la Comunidad de Madrid, que tiene plena competencia administrativa en esta materia, es plenamente responsable de garantizar el transporte a los ciudadanos madrileños. No en vano, el Consorcio de Transportes de Madrid, al que pertenecen las empresas en huelga, es un organismo autónomo de la Comunidad de Madrid, que coordina en régimen de cuasi monopolio las líneas de transporte de viajeros que concede el ente autonómico, también en régimen de monopolio.

Sin embargo, el Ejecutivo de Ruiz Gallardón aduce como pretexto para no aplicar la legislación vigente (Art. 28 de la Constitución, Real Decreto-Ley de 4 de marzo de 1977, y Sentencia del Tribunal Constitucional de 8 de abril de 1981) que se trata de un conflicto interno en el seno de empresas privadas en el que las autoridades no pueden intervenir. Y para colmo, se ofrece como "mediador" cuando debiera actuar como autoridad competente, instando a la Delegación del Gobierno a recurrir a la fuerza pública, si fuera preciso, para garantizar al menos los servicios mínimos y frenar los excesos de unos sindicatos asilvestrados, capaces de bombardear con bolas de acero a los usuarios, de intimidar a quienes no desean secundar la huelga, de inutilizar los autobuses para que no circulen y de amenazar con una huelga indefinida y sin servicios mínimos, que sólo cabe calificar de absolutamente ilegal.

El poder fáctico y casi impune del que gozan los sindicatos, sobre todo cuando se atrincheran en sectores y servicios esenciales para la ciudadanía regulados y controlados por el Estado, es consecuencia directa de la falta de competencia en el sector. Pero mientras nuestros gobernantes se deciden a introducir también el mercado en esta parcela de la economía, los abusos sindicales deberían combatirse con una adecuada Ley Orgánica del derecho a la Huelga; asignatura pendiente desde la Transición de la que ningún gobierno ha tenido el valor examinarse. No obstante, Gallardón ha de tener la voluntad de cortar en seco los abusos sindicales —porque armas legales no le faltan— aunque su trabajado prestigio de "progre" de derechas sufra con ello. El compromiso y la responsabilidad adquirida para con los ciudadanos que le votaron deberían estar por encima de su imagen pública de cara a la progresía.

Temas

En Sociedad

    0
    comentarios