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Lucrecio

SS Llamazares

Muy pocos partidos comunistas en Europa se hubieran atrevido a ir tan lejos. Quizá, ninguno. Pero es que Europa sabe demasiado bien cuál es el coste colectivo del antisemitismo. Y un político que se atreviera, como Llamazares en España, a exhibir su hartazgo por el demasiado hablar de esa nadería que son los 6 millones de judíos asesinados por el nazismo, sería una vergüenza nacional y un cadáver político irrecuperable. Por desdicha, en este país nuestro, la judeofobia sigue saliendo gratis; puede, incluso, llegar a ser electoralmente rentable.

Digámoslo: la actitud de Llamazares, inmoral hasta más allá de lo soportable, roza lo delictivo; si no incurre plenamente en ello. Pero es mejor así. Mejor, que un sujeto moralmente inmundo no insulte con su presencia la memoria de las víctimas del acto más extremo de cuantos nuestra inhumana especie –sólo los hombres son, en rigor, inhumanos– consumó en la edad de mortales artesanías que ha sido la edad moderna.

No sé, lo confieso, si es maldad o ignorancia, lo de ese sujeto. Porque hace falta ser, en verdad, muy malo o muy ignorante para amalgamar la solución final hitleriana con las cifras de los soldados –soviéticos u otros– muertos en el campo de batalla de la segunda guerra mundial.

El horror de la Shoah no viene sólo de las cifras (aunque 6 millones de asesinados sobre una población mundial de 18 es más que una cifra); no viene ni siquiera del dato frío de que esos 6 millones lo fueran de población civil, ajena a enfrentamiento armado, ni siquiera del dato helado de que buena parte de esos 6 millones estuviera compuesta por niños, mujeres, ancianos; tampoco, ni siquiera eso, del modo indescriptiblemente cruel en que esos asesinatos fueron perpetrados; ni de la inocultable y gozosa participación colectiva del pueblo alemán, por encima de ideologías y creencias, en la carnicería.

El horror sin equivalente de la Shoah, lo que hace de ella laboratorio único de un mal metafísico, absoluto, asentado en las tinieblas más blindadas del alma humana, es el rigor lineal de su supuesto básico. Hitler lo planteó en términos de los cuales toda ambigüedad queda excluida: “Opongo mutuamente al ario y el judío, de manera que, si doy al primero el nombre de hombre, me veo obligado a buscar otro nombre para el segundo... Y no es que diga que el judío es un animal... Es un ser ajeno al orden natural, un ser fuera de la naturaleza”, una enfermedad, un virus cuya presencia amenaza de enfermedad y exterminio a la naturaleza toda.

Si el judío, ese no-humano, es menos que animal, menos que naturaleza, apenas cosa aberrante que contamina el mundo, ¿a qué sino a su higiénica depuración de la faz terrestre puede dedicar su esfuerzo una sociedad purificadamente humana, como la que el nazismo sueña? El horror de la Shoah, lo que no tiene equivalente en la historia conocida de los hombres, es el proyecto de sustraer a una población entera –sin distinciones ni reparos– de la condición humana. Y, en el límite, aun de la animal. Abominación de la naturaleza, sólo. Su posterior gaseado apenas si es la trivial consecuencia de esa alambicada metafísica, rezumante de bárbara filantropía.

Puede que Llamazares piense estar insultando al pueblo judío al escupir sobre el Holocausto. Se equivoca. Escupe sobre la especie humana. Porque el Holocausto no es un problema judío; es la tragedia, primordial e infinita, del hombre contemporáneo. No hay perdón en este mundo que lave una indecencia así.


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