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EDITORIAL

China: las letales consecuencias del hermetismo

Uno de los aspectos más característicos y más odiosos de las dictaduras es la falta de transparencia con que se conducen quienes detentan el poder. No cabe duda de que la censura en la información, dirigida sistemáticamente a la ocultación o la deformación de las malas noticias que pudieran erosionar el prestigio del régimen ante la población, acompañada de una omnipresente y machacona propaganda de los logros –reales o, las más de las veces, imaginarios– del sistema, es un método muy eficaz de control de las masas. Sin información veraz, la existencia de una corriente de opinión pública crítica contra la dictadura es poco menos que imposible.

Sin embargo, el hábito de “matar al mensajero” que trae malas noticias es un arma de doble filo que, unida a una pétrea y asfixiante burocracia que prohibe y castiga ejemplarmente cualquier muestra de innovación o libre iniciativa no prevista en los reglamentos o no autorizada expresamente por la “superioridad”, redunda en una casi absoluta falta de flexibilidad para reaccionar ante eventos, problemas o situaciones imprevistas. Un pequeño contratiempo o un leve error en la cadena de mando, que en una administración democrática y transparente puede ser detectado y atajado fácilmente por los funcionarios competentes en la materia sin necesidad de que intervengan las máximas autoridades, puede convertirse, en manos de la burocracia de un estado dictatorial, en una enorme catástrofe.

El accidente de Chernobil es un buen ejemplo de ello. Los errores en la cadena de mando y el terror de los subordinados a las consecuencias –la destitución o incluso el Gulag– de cuestionar o desobedecer las órdenes de sus superiores, aun a pesar de que Gorbachov ya había iniciado la era de la glasnost (transparencia), provocaron una tragedia que permaneció oculta al mundo hasta que los detectores de radioactividad de Europa Occidental comenzaron a mostrar mediciones alarmantes. Otro tanto sucedió, ya en la Rusia post soviética de Putin, con el submarino nuclear Kursk. El hermetismo, la incapacidad de reconocer los errores y la proverbial soberbia heredadas de la época soviética costaron la vida a los tripulantes del submarino, quienes podrían haberse salvado si Putin hubiera tenido la humildad de reconocer a tiempo el accidente y solicitar ayuda.

China, aun a pesar de las reformas económicas y de la ligera apertura del régimen, sigue siendo un estado totalitario. Y, naturalmente, conserva esa obsesión por el control de la información, esa falta de transparencia y ese miedo a las verdades molestas y a las malas noticias típicos de los regímenes dictatoriales. Los primeros casos de SARS (neumonía asiática) ya se habían producido hace más de seis meses. Pero las autoridades sanitarias, conscientes de la gravedad del problema, prefirieron ocultarlo todo el tiempo que fuera posible, probablemente para no incomodar a sus superiores y para no ser acusados de provocar el pánico y el descrédito del gobierno por una nimiedad y, por tal motivo, ser destituidas de sus cargos. Ni que decir tiene que si se hubiera dado la alarma en cuanto aparecieron los primeros casos –la práctica habitual en cualquier país donde el gobierno es responsable de su gestión ante la opinión pública–, hoy no estaríamos hablando de una epidemia y, probablemente, el SARS hubiera trascendido sólo como materia de estudio de los especialistas en virología.

La noticia del accidente de un submarino de la flota china en sus aguas territoriales hace unos días –donde habrían muerto 70 tripulantes–, ocultada también por las autoridades del régimen y reconocida sólo después de que los medios de comunicación de Hong Kong y Taiwan la divulgaran, es un curioso y revelador paralelismo con la experiencia rusa. La falta de información acerca de las circunstancias del accidente, que Jiang Zemin, el verdadero “hombre fuerte” del régimen y jefe de las fuerzas armadas, mantiene celosamente oculta, muestra con claridad que la dictadura china no está dispuesta a aprender de los errores, ni siquiera a reconocer su existencia hasta que ya no es posible ocultarlos por más tiempo. Es posible que, al igual que en el caso del Kursk, una oportuna petición de ayuda hubiera logrado salvar algunas vidas. Pero para los mandarines comunistas es más importante mantener una apariencia de infalibilidad ante sus ciudadanos y ante la comunidad internacional que evitar muertes innecesarias. Un rasgo típico, por cierto, de los regímenes donde la persona no es un fin en sí misma, sino un instrumento o un engranaje más de la maquinaria del Estado.

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