Menú
Juan-Mariano de Goyeneche

La guerra de la tecnología

En la madrugada de este viernes, George W. Bush anunció oficialmente el final de la guerra de Iraq, 42 días después de los primeros ataques selectivos sobre Bagdad en la madrugada del 20 de marzo pasado.

Pero si nos fijamos en cuántos días ha durado realmente la confrontación bélica, ya en 21 (9 de abril) caía la estatua de Sadam en pleno centro de Bagdad, y 5 después (14 de abril) se tomaba la última ciudad fiel al tirano: Tikrit. Luego, en total, 26 días de guerra. El dato resulta todavía más impresionante si se tiene en cuenta que las tropas iraquíes quintuplicaban en número a las norteamericanas (otras fuentes hablan de 7 soldados iraquíes por cada uno estadounidense), que no se recurrió a los bombardeos aéreos masivos con los que se suele tratar de minar la moral del enemigo antes de cruzar sus fronteras y que el número de refugiados, de los millones pronosticados inicialmente, se ha quedado tan solo en mil personas.

En mi opinión hemos asistido al nacimiento de una nueva forma de hacer la guerra, la cual parte, evidentemente, de una voluntad política, pero que únicamente es posible gracias a la tecnología que ha desarrollado el ejército norteamericano y a la información que con ella obtiene del adversario.

Ambos factores hacen que la inferioridad numérica pueda compensarse si, gracias a los aviones y satélites espía, se tiene en todo momento localizada la posición del enemigo, evitando así ser rodeado y pudiendo avanzar hacia los objetivos primordiales por el camino mejor y con los efectivos justos para enfrentarse a las tropas que se van a encontrar en él.

Como, además, los soldados cuentan en el frente con equipos de telecomunicaciones ligeros, pueden transmitir a sus mandos en todo momento una imagen exacta e instantánea de la situación, con lo que se puede reaccionar y adaptarse inmediata y coordinadamente a las eventualidades que vayan surgiendo.

Es decir: información puntual y precisa sobre las fuerzas enemigas y sobre las propias, con la cual se deciden también los objetivos. Éstos pueden marcarse de forma segura, desde decenas de kilómetros, con haces láser que van modulados con una información en clave que reconocen y siguen los misiles aliados. Así se evita que los proyectiles puedan ser desviados por otro láser enemigo. En el caso de las bombas más inteligentes, basta con darles las coordenadas exactas del blanco y ellas solas se dirigen a él desde miles de kilómetros atrás.

En los sistemas basados en coordenadas es fundamental que la identificación de la posición se realice con mucha precisión. La que da el GPS militar –del que solamente pueden beneficiarse los norteamericanos porque sus emisiones van cifradas por ellos– es de unos pocos centímetros (hay quien asegura que llega a los milímetros). Además, el GPS para uso civil, al que también tenían acceso los iraquíes, puede ser alterado a voluntad por los estadounidenses para que dé medidas deliberadamente erróneas en centenares de metros. Y aunque existe un astuto GPS diferencial, ideado para corregir sobre la marcha los errores introducidos por los centros de control de los satélites GPS, por razones que sería algo prolijo comentar aquí, se ha comprendido que resulta inadecuado para emplearse en escenarios bélicos, por lo que otra vez la tecnología (y la información) están del lado vencedor.

En las campañas nocturnas, los visores empleados por el ejército estadounidense son de los llamados de tercera generación, construidos con fotocátodos de arseniuro de galio que mejoran enormemente la imagen obtenida y cuya exportación está prohibida por ley si no se cuenta con una licencia especial del Departamento de Estado norteamericano. Frente a ellos, los iraquíes contaban con intensificadores de primera generación, fabricados en su mayor parte por chinos y rusos, que necesitan mucha mayor iluminación para funcionar y dan una calidad de imagen infinitamente peor.

Ya en el terreno urbano, los visores de ondas milimétricas (entre 30 y 300 gigahercios) permiten ver a través de las paredes, conjugando nuevamente el binomio ganador tecnología-información.

Una nueva forma de guerra, en definitiva, en la que la tecnología no se ha desarrollado en la dirección de las bombas atómicas y bacteriológicas, que permiten matar indiscriminadamente a un mayor número de personas en menos tiempo, sino en la de minimizar el número de soldados propios que entran en combate y el de víctimas civiles, a la vez que se aumenta al máximo la efectividad de los ataques selectivos sobre los centros neurálgicos del ejército enemigo, que llegan a conocerse casi tan bien como los propios.

Los resultados no podían ser más impresionantes.

En Tecnociencia

    0
    comentarios