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EDITORIAL

España no ha dejado de ser católica

Alrededor de dos millones de personas (setecientos mil jóvenes en Cuatro Vientos y más de un millón de fieles en la madrileña plaza de Colón) han acompañado a Juan Pablo II durante su quinta visita a España, superando las previsiones más optimistas de la propia Conferencia Episcopal. Se trata de un récord del que pueden presumir muy pocas convocatorias, especialmente las de carácter político. Como era de esperar, el mensaje de Sumo Pontífice ha sido en primer lugar una exhortación a los católicos para que perseveren en la fe, en los dogmas y en la dimensión espiritual de la Iglesia. De modo indivisible, su mensaje ha sido también una invitación para que los vivan su fe, para que den testimonio y sean conscuentes con esos valores que la Iglesia predica.

Siendo esto lo principal, no cabe olvidar las dimensiones “políticas” de este viaje. Como el propio Pontífice señaló el domingo en la ceremonia de canonización de los nuevos cinco santos españoles, la Iglesia no puede ser identificada o contrapuesta a ningún régimen u opción política. Excepción hecha, naturalmente, de aquellos cuyo programa máximo es, precisamente, erradicar cualquier vestigio de fe o sentimiento religioso en aras de un ideal de modernidad que, desde la Ilustración, ha negado tenazmente el papel de la religión en la formación moral de los hombres. El siglo XX ha sido testigo de la consecuencias devastadoras de la aplicación práctica de este tipo de credos, cuyo denominador común es la anulación de la dimensión personal del hombre en aras del ideal colectivista, se llame pueblo o proletariado. Juan Pablo II pudo comprobar en la Polonia de su infancia y juventud, sometida primero al yugo nazi y después al comunista, las consecuencias prácticas de la eliminación de los frenos morales que la religión, mucho más que la filosofía, ha logrado a través de los siglos imponer a la locura humana.

Con su mensaje y su presencia, Juan Pablo II ha reconfortado a los católicos frente al contumaz laicismo agresivo y al relativismo moral, asi como frente a las constantes campañas de desprestigio con que la izquierda intelectual que domina abrumadoramente el panorama mediático, combate a la Iglesia en España. Paradójicamente, quienes aquí la combaten con más energía, acusándola, entre otras cosas, sistemáticamente, de total identificación con la dictadura franquista, son precisamente quienes llegado el caso no dudan en servirse del prestigio y de la autoridad moral del Papa para ponerlos al servicio de sus fines políticos. Zapatero y Llamazares, cuyas esperanzas de desestabilizar al Gobierno a cuenta de la guerra de Irak han sido frustradas por la brevedad y lo relativamente incruento del conflicto, han intentado emplear el “no a la guerra” del Pontífice –que hay que entender, evidentemente, como un ‘no’ genérico a todas las guerras por lo que implican de fracaso o retroceso del ideal de armonía, paz y amor entre todos los hombres que inspira el Evangelio– en beneficio propio; e incluso hicieron correr el rumor de que José María Aznar podría ser excomulgado por su apoyo a la Coalición, cuando tal posibilidad sólo se reserva para los casos de abierta hostilidad y contumaz desacato hacia los dogmas de fe de la Iglesia.

La autoridad moral del Papa también es invocada hipócritamente por los líderes nacionalistas, muy particularmente por los vascos, –quienes, a pesar de llevar a gala su confesionalidad, no acudieron a la cita con Juan Pablo II– a quienes el Pontífice aludió directamente cuando aconsejó huir “de toda forma de nacionalismo exasperado, de racismo y de intolerancia” o cuando señaló que las opiniones “no se imponen, se proponen”. Frente a la instrumentalización partidista que se ha pretendido hacer de su posición en estos asuntos, el mensaje del Santo Padre ha sido de una claridad meridiana por la que todos los españoles han de estarle agradecidos.

Como corolario de esta claridad política fundamental, Juan Pablo II exhortó a los españoles a no abandonar ni romper con sus raíces cristianas, parte esencial e imprescindible de su ser colectivo, de su historia y de su cultura. Sólo por cerrazón obtusa y sectaria se puede negar u ocultar el papel desempeñado por esta institución –dos veces milenaria, impregnada y transmisora de conceptos claves de la filosofía griega y del derecho romano que son el fundamento sobre el que se ha asentado la civilización occidental–, especialmente en lo que toca a España. Así pues, no sólo por los millones de personas que acudieron a escuchar la palabra del Santo Padre, adquiere pleno sentido la afirmación de que, en contra de lo dicho en el Parlamento hace setenta años por Manuel Azaña, España no ha dejado de ser católica.



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