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Carlos Semprún Maura

Otro cadáver

Hace un par de días salió por televisión Michel Rocard, dirigente socialista francés, que tuvo su hora de gloria ya no se sabe muy bien porqué, pero quien fracasó rotundamente en sus intentos de ser el “modernizador” de la socialburocracia, algo así como un Tony Blair galo. Como ahora se aburre en el Parlamento europeo, quiso recordar su existencia y sus infinitos méritos a sus camaradas de partido, en vísperas de su Congreso. Pues estuvo lamentable.

Muy por encima, criticó la política económica del gobierno Raffarin, pero también la de Jospin: las 35 horas, su política de asistencia social, en lugar de una política industrial de creación de empleos; dio por descontado que todos los caballeros estaban contra la guerra en Irak, y sólo algunos forajidos a favor, insultó soezmente a Sharon, declarando que era intolerable que un hombre solo impidiera la paz en la región, y algunas sandeces más. Recordaré que cuando era Primer ministro de Mitterand, creó la RMI, limosna estatal que, en teoría, debía ser un aliciente para encontrar empleo, pero que en la práctica fortaleció el sistema de asistencia, que hoy denuncia, ya que los “remesitas” cobraban por encima del salario mínimo por no hacer nada, y además no pagaban impuestos. ¿Para qué encontrar trabajo y cobrar menos? La gente no está loca.

Pero fue en la parte “teórica” de su entrevista en la que soltó sus más sonados sofismas. Con infinita audacia, dictaminó que “el capitalismo había ganado”, para añadir en seguida que pese, o a causa, de su triunfo, agravaba las injusticias sociales y la explotación. Por lo tanto, y por lo visto, sería imprescindible que el estado regulara la economía y el mercado. Dicho de otra manera, sigue siendo partidario del capitalismo de estado, o al menos de un control férreo estatal de la economía y del mercado.

Este señor, que pretende ser un gran economista porque fue inspector de Hacienda, aún no se ha dado cuenta de que, para emplear la jerga marxista, “el obstáculo absoluto al desarrollo de las fuerzas productivas” no es la propiedad privada, como dictaminó Marx, sino todo lo contrario, la “planificación socialista”, el capitalismo de estado y sus derivados. Para prosperar y crear riqueza en los más remotos rincones del mundo, el capitalismo necesita libertad. Para justificar el control socialburócrata de la economía, repitió los habituales argumentos de los sociatas galos: la privatización de los ferrocarriles en Gran Bretaña, la electricidad en California, y el caso Enron.

Seguidilla de la izquierda francesa es afirmar que no se puede subir a un tren en Inglaterra sin peligro de muerte debido a la privatización de sus ferrocarriles, cuando un solo accidente de ferrocarril en Francia (Gare de Lyon) produjo más muertos que todos los británicos desde su privatización, pese al monopolio estatal de la SNCF. Siniestro cálculo, pero es el suyo. Que Rocard no se preocupe, si quiere ir de vacaciones a California, no necesitará llevar velas. Después de un corte de unos días, hay electricidad. En cuanto al caso Enron, presentado como “pecado” del capitalismo, tanto por Le Pen como por Rocard, es exactamente lo contrario: que una empresa cuyos dirigentes multiplicaban las estafas y desfalcos vaya a la quiebra, demuestra la sana vitalidad del capitalismo y no su agonía.

Pero lo más grave, y a lo que evidentemente ni siquiera aludieron los periodistas que le entrevistaban, es que mientras Rocard, con supina suficiencia, proclamaba sus sandeces, se desarrolla en Francia el proceso de ELF, petrolera estatal cuyas estafas, no sólo son multimillonarias, sino que están manchadas de sangre en África. Sin hablar del Crédit Lyonnais y demás fraudes de empresas estatales, que condujeron al pobre Pierre Beregovoy al suicidio. Otro cadáver.


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