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EDITORIAL

El top manta y la SGAE

El fenómeno de la venta de copias ilegales de discos, conocido como top manta, y la difusión de obras musicales y cinematográficas en Internet plantea abruptamente los problemas de orden práctico que tiene la defensa del copyright y de los derechos de autor, los defectos de una legislación corporativista ajena a los criterios del mercado y, sobre todo, las tribulaciones de una industria que durante mucho tiempo ha disfrutado de los beneficios de una doble posición dominante, sobre los creadores y sobre los consumidores.

Si bien es cierto que el top manta es una actividad ilegal que debe ser perseguida, no debe perderse de vista que su aparición y su explosión en los últimos años es un claro síntoma de un problema más amplio que el mero afán de lucro de quienes se dedican a esta actividad delictiva. La cantante Alaska señaló no hace mucho que no comprendía cómo siendo el coste medio de producción de un álbum musical en CD unos 3 euros (el soporte físico, a precios mayoristas, no llega a los 60 céntimos de euro) su precio final legal en una tienda ascendiera a 15 o 18 euros. Las represalias de la industria y de la SGAE ante esas declaraciones no tardaron en llegar, y las obras de Alaska fueron retiradas de los estantes de las tiendas de música. Sólo la presión de los medios de comunicación y la popularidad de la artista pudieron dar marcha atrás a semejante atentado contra la libertad de expresión.

La industria y la SGAE suelen pretextar que la defensa de los derechos de autor y el futuro de la creación musical y artística depende de la conservación del modelo actual del sector, amenazado por el top manta y por Internet, así como de su marco legal. Pero lo que en realidad está amenazando el top manta y fenómenos como el de Napster es la supervivencia de una industria acostumbrada a imponer su ley tanto a los artistas como a los consumidores, que contemplan cómo del alto precio que pagan por el libro o el CD apenas llega un 10 por ciento a los creadores. Esta es la excusa para la creación de instituciones como la SGAE, que gestionan en exclusiva –quiéralo o no el artista– los derechos generados por los creadores españoles. La categoría de “entidades de gestión” presente en la Ley de Propiedad Intelectual no es más que un eufemismo para ocultar que el 99 por ciento de los 255 millones de euros que generaron en 2002 las categorías de derechos de autor previstas en la ley los cobró la SGAE.

La Ley de Propiedad Intelectual faculta en la práctica a las “entidades de gestión” como la SGAE para cobrar una especie de “impuesto” privado a la difusión de creaciones intelectuales y artísticas, aun en contra de la voluntad de los artistas. El famoso canon que los fabricantes de fotocopiadoras, de CD musicales vírgenes, de cintas de audio y de vídeo, de reproductores de música, de televisiones, etc. deben abonar a la SGAE es un ejemplo, agravado por una reciente sentencia que obliga también a los fabricantes de CD-R vírgenes para grabación de datos informáticos a abonar ese canon sobre la base de una inconstitucional presunción de uso ilegal de estos materiales. A todo ello hay que añadir el cobro de derechos de autor en las representaciones teatrales, aun las de carácter benéfico, como la que celebró hace unos días la Asociación de Víctimas del Terrorismo, donde los agentes de la SGAE tildaron de “camelo” el motivo de la representación. Y también en los bares donde exista una televisión y en las discotecas así como en las emisoras de radio y las cadenas de televisión, tiene la SGAE derecho a cobrar su “impuesto”.

Los 253 millones de euros (42.000 millones de pesetas) recaudados por tales conceptos y en función de tarifas fijadas por la propia SGAE –y distribuidos entre sus asociados según su criterio– son un poderoso incentivo para extender el ámbito recaudatorio –en una institución que, por ley, debería estar exenta de ánimo de lucro–, como lo prueban los numerosos pleitos que mantiene la SGAE sobre la cuestión del canon, de los que ni siquiera se libran las páginas de Internet. Da una idea de ello la sentencia del Tribunal Supremo hecha pública el lunes, que da la razón al gremio de hosteleros en su negativa a abonar el canon ¡por cada televisión presente en las habitaciones de los hoteles! No sería extraño que, en el futuro próximo, la SGAE también exigiera el abono del canon a los fabricantes de ordenadores o a los proveedores de servicios de Internet.

En una economía de mercado, instituciones gremialistas como la SGAE no tienen razón de ser; como tampoco la tendrían otras instituciones similares que monopolizaran la gestión de los derechos de propiedad industrial, labor que desarrollan eficazmente los bufetes de abogados, los agentes de la propiedad industrial o los mismos interesados. Pero menos sentido tiene aún un monopolio protegido por la ley que demuestra un marcado sesgo político en sus actos públicos, como la concesión del Premio Max de Honor a Alfonso Sastre, un apologista del estalinismo y del terrorismo etarra.

La solución al problema de la piratería no vendrá de instituciones como la SGAE, más preocupadas por desarrollar una especie de omnipresente “policía del copyright” a sus órdenes que les permita aumentar su recaudación, poder e influencia, que por defender los legítimos intereses de los artistas. Correspondería a la SGAE, precisamente, promover alternativas reales para combatir el top manta que no se limiten únicamente a la “solución policial” –como podría ser, por ejemplo, la comercialización directa a través de Internet de las obras del artista a un precio más asequible–, y convencer a la industria de que su política de precios, de distribución y de remuneración a los artistas es responsable de este fenómeno en muy gran medida. De otra forma, como puso de manifiesto el caso de Napster, la avaricia puede romperles el saco.

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