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Carlos Sabino

¿Revolución o legalidad?

El gobierno de Hugo Chávez continúa utilizando la peculiar estrategia que tan buenos resultados le ha proporcionado hasta ahora: la dualidad en el discurso y en los hechos, la constante manipulación que confunde y desorienta a sus adversarios y le permite seguir avanzando en su propósito de hacerse con el control absoluto del país.

Por una parte Chávez se proclama revolucionario, agrede sin piedad a todos sus oponentes, glorifica su golpe de estado de 1992 y crea grupos paramilitares que le sirven para intimidar y asesinar –apoyando a la terrorista guerrilla colombiana– mientras impone una total restricción en la venta de divisas que amenaza con llevar al país cada vez más cerca del modelo cubano. Pero, por otro lado, se presenta como gobernante legítimo triunfador en elecciones limpias, dice defender a capa y espada la constitución, se manifiesta opuesto a la violencia y dice que sus políticas y sus acciones tienen por objeto el defender a los más pobres. Nada de esto es verdad, pero con ello pretende crear la imagen de que es un demócrata, maniatar la acción de la oposición, confundir los ánimos y lograr la pasividad de quienes pueden adversarlo.

El supuesto legalismo de Chávez no es más que una máscara para encubrir sus verdaderos propósitos pero, de un modo u otro, su manipulación resulta sin embargo efectiva. Cuando el gobierno quiere deshacerse de alguno de sus oponentes, por ejemplo, no lo encarcela ni lo somete a juicios sumarísimos, como hace su colega Fidel Castro. No, es más astuto: manda a matarlo por medio de algún sicario de sus llamados “Círculos Bolivarianos” al que luego, si llega a ser atrapado, se lo defiende colocando fiscales y jueces sumisos a sus designios. Así ha procedido ya con los responsables de la masacre del 11 de abril de 2002 y con quien efectuó, y se declaró culpable en público, de las muertes de la Plaza Altamira en diciembre pasado.

Ahora, pretendiendo que el país se encuentra en plena normalidad, busca eliminar la Mesa de Negociación y Acuerdos que preside el Secretario General de la OEA, César Gaviria. La jugada es simple, aunque no por eso menos eficaz: si el gobierno logra eliminar los mecanismos de control internacional que podría proporcionar la Mesa estará en inmejorables condiciones para hacer naufragar el referéndum revocatorio que está pautado en la propia constitución, dándole largas así a una iniciativa popular que cuenta con el respaldo de más de tres millones de firmas. Ganará tiempo, simplemente, pero conseguirá ir reforzando el control que ya posee sobre la economía del país y aumentando el poder de los grupos de irregulares que tanto le sirven para intimidar y hacer retroceder a la oposición.

Ésta, a su vez, se ha colocado desde hace unos meses en una situación en la que resulta muy difícil ganar: para evitar que se la tilde de golpista, para conservar su imagen de legalista y de demócrata, la mayoría de los grupos y partidos que se agrupan en la Coordinadora Democrática aceptan al pie de la letra la constitución que Chávez impuso en 1999. Ha quedado, por eso, en indudable desventaja: mientras el gobierno sólo la respeta en la forma, violándola a cada paso mediante infinitas triquiñuelas legales, la oposición se somete pacíficamente a lo que resuelven unas instituciones que, como la Fiscalía o el Tribunal Supremo de Justicia, han sido ilegalmente conformadas por Chávez apelando a una “supraconstitucionalidad” que manejó a su antojo.

En medio de esta situación, el ciudadano venezolano corriente, que desea ante todo la salida de Chávez del poder y la superación de la crisis económica que lo abruma, manifiesta como puede su descontento, pero no se ilusiona con respecto a las posibilidades de una salida electoral al conflicto político que vivimos. Venezuela entretanto se empobrece, se llena de desempleados y de marginales, retrocede en todos los sentidos y aguarda que la comunidad internacional pueda ayudarla a superar el más difícil trance de su historia.

Carlos Sabino es corresponsal de la agencia © AIPE en Caracas.

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