Después de 25 años de democracia, y una vez que la derecha y la izquierda se han alternado en el poder y han demostrado sus virtudes y sus defectos, los españoles votan más con la cabeza que con el corazón y saben distinguir perfectamente entre unas elecciones locales y unas generales; o lo que es lo mismo, entre un alcalde o presidente autonómico concreto y la fuerza política a la que pertenece. Para probar que esto es así, basta citar los ejemplos de Francisco Vázquez en La Coruña, que lleva 20 años al frente de la alcaldía en la comunidad donde el PP tiene más arraigo, o el de José Bono, uno de los presidentes autonómicos más veteranos en una comunidad donde en las generales gana el PP.
Por ello, la apuesta de Zapatero por convertir las próximas elecciones municipales y autonómicas en una especie de voto de censura al Gobierno o en unas primarias de las generales que tendrán lugar dentro de un año habría tenido más sentido y más posibilidades de éxito hace veinte años que hoy. Con todo, es lógico que los temas de política nacional que más preocupan a los ciudadanos se entremezclen y a veces se entrometan en las cuestiones puramente locales o regionales en el curso de la campaña electoral, pues el voto de los indecisos en unas elecciones locales y autonómicas depende en buena medida de las propuestas de fondo de los partidos en materia de economía y política nacional.
Precisamente por esta razón es necesario que los partidos políticos tengan siempre preparado y a punto el programa de gobierno. El desarrollo normal del proceso democrático que lleva a un partido al poder es, en primer lugar, la confección de un programa político más o menos sistemático, apoyado en una política económica coherente o compatible, al menos en apariencia, con ese programa. En segundo lugar, hay que aprovechar cualquier ocasión –y cualquier error del Gobierno– para convencer a los electores de que ese programa es el mejor, o siquiera el menos malo, de los del resto de formaciones políticas. Y por último, naturalmente, el programa ha de obtener el veredicto favorable de las urnas.
Desde que en verano de 2000 Zapatero y su equipo (Caldera, Blanco y Sevilla) se hicieron con las riendas del PSOE, los socialistas han tenido tiempo más que sobrado para elaborar un programa de gobierno y una política económica que sirvieran de alternativa razonable a los del PP. Y si bien es cierto que comenzaron con buen pie con el Pacto Antiterrorista –la mayor aportación de la izquierda a la democracia– y con la propuesta del tipo único con mínimo exento en el IRPF –que, además de ser una excelente medida de política económica, hubiera supuesto un magnífico reclamo electoral para muchos votantes del PP–, la “vieja guardia” y el débil liderazgo de Zapatero acabaron con cualquier esperanza de renovación, al estilo de Tony Blair, en el PSOE. Y, también, con cualquier idea de un programa de gobierno sólido y coherente.
La cuestión nacional y la política económica –sobre todo en la vertiente del empleo– son, con diferencia, los asuntos que más preocupan a los españoles y, precisamente, los puntos donde el gobierno del PP ha mostrado mayor acierto y solidez. El equipo de Zapatero, bajo la presión de la “vieja guardia”, ha sido incapaz de ir más allá de las viejas y fracasadas recetas del keynesianismo –abandono del déficit cero–, del intervencionismo y del apego al estado del bienestar, que han provocado la parálisis de Francia y Alemania. Es más, rara vez se oye a Zapatero hablar de economía y política económica, materia en la que un aspirante a jefe de Gobierno debe, al menos, saber manejarse con cierta desenvoltura. Y tampoco ha sido capaz de llamar al orden a su sector “centrífugo” liderado por Maragall, que pone constantemente en entredicho los frenos a las aventuras nacionalistas previstos en la Constitución.
En definitiva, la incapacidad de los socialistas para definir una política que, al menos, no ponga en peligro los espectaculares avances de España en los últimos siete años, así como la urgencia de Zapatero por llegar a La Moncloa –sabe perfectamente que la “vieja guardia” no le dará otra oportunidad–, han impulsado al PSOE hacia el terreno de la demagogia de la mano de Izquierda Unida, que si por algo se caracteriza es por no tener otro programa que no sea el de la reproducción en España de los “logros” de la revolución cubana. El PSOE está en su derecho de asumir la política de IU y explotar la catástrofe del Prestige en campaña electoral aun a costa de perjudicar la imagen turística de Galicia; de seguir oponiéndose a una guerra que ya ha terminado y que los propios iraquíes han bendecido o de hacer causa común con un partido directa o indirectamente responsable de la violencia política de ribetes totalitarios desatada contra el PP a cuenta de la guerra de Irak. Pero si su programa de gobierno se limita únicamente a denunciar lo mal que lo ha hecho el Gobierno sin, al mismo tiempo, ofrecer soluciones o propuestas alternativas que superen el nivel de las meras ocurrencias, no es probable que con tan pobre bagaje pueda llegar a La Moncloa. Y de llegar, es muy probable que no tardara mucho en salir.
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