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Alberto Míguez

Y, al fondo, Arabia Saudí

Aunque según el ministro del Interior marroquí ninguno de los catorce terroristas (trece murieron, uno fue detenido cuando intentaba explosionar la bomba que portaba) responsables de los atentados del viernes por la noche en Casablanca era extranjeros o ciudadanos de otro país árabe, existen pocas dudas sobre quién inspiró, subvencionó y organizó la masacre.

Todo apunta, en efecto, a la organización Al-Qaeda pero eso no significa mucho. Al-Qaeda es una nebulosa de organizaciones criminales que aparentemente carece de mando central y que alberga a una serie de grupos, grupúsculos, sectas y hermandades religiosas sunnitas todas inspiradas por la escuela wahabita, nacida, desarrollada y activa en Arabia Saudí, cuya monarquía se enorgullece con su adscripción a esta interpretación radical y fundamentalista del Islam.

Ben Laden y sus seguidores instalados en Afganistán eran y siguen siendo devotos seguidores de la vía wahabita, lo mismo que cientos de profesores, predicadores y guías espirituales expedidos por las autoridades de Arabia Saudí a "tierras de misión" en el mundo árabe, asiático y africano. Este padrinazgo no es un secreto para nadie y las madrazas o medersas (escuelas coránicas) de bastantes países africanos, asiáticos y árabes han vivido y siguen viviendo a cuenta del presupuesto del Estado saudí. No es un secreto a voces. Ni siquiera es un secreto.

Aunque obviamente sería injusto acusar a Arabia Saudí y a su monarquía de haber inspirado o subvencionado directamente los más recientes atentados de Bali, Filipinas o Casablanca, no cabe duda de que alguna responsabilidad tiene este reino arcaico y semifeudal convertido en pilar de Estados Unidos en la zona a causa de una geoestrategia discutible.

En un libro recién aparecido titulado La amenaza, un especialista francés en el reino saudí, Stephane Marchand, describe con implacable minuciosidad cómo la monarquía reinante y sus 30.000 príncipes son cómplices objetivos de la actual marea terrorista islámica a nivel global aunque también sean ellos mismos víctimas de su ignominioso patrocinio, como se vio hace cinco días con los atentados contra residentes extranjeros en Riad.

La monarquía marroquí ha mantenido tradicionalmente lazos de amistad muy intensos con la saudí. Marruecos se ha convertido para los poderosos príncipes y hombres de negocios de Djedda o de Riad en un cómodo destino para sus vacaciones y entretenimientos. Pero la presencia saudí en Marruecos ha sido también de carácter religioso y misionero: son muchos los predicadores y dirigentes religiosos marroquíes que abrevaron ideológicamente en las fuentes saudíes y se beneficiaron de la generosa política misionera de la monarquía. Muchas de las mezquitas construidas en Marruecos durante los últimos años gozaron de suculentas subvenciones provenientes del Golfo Pérsico. Muchos jóvenes marroquíes fueron becados en Arabia Saudí en las universidades coránicas, tan numerosas como lujosas.

La paradoja de un país que defiende una política exterior favorable a Estados Unidos y Occidente mientras promueve un Islam intransigente y sanguinario en otros países árabes no debería pasar desapercibida como seguramente no pasó desapercibo el hecho de que 14 de los 19 terroristas del 11-S tenían nacionalidad saudí.

Tal vez ha llegado el momento para que Estados Unidos, protector tradicional de la corrupta monarquía saudí, extienda a este país su campaña antiterrorista a nivel mundial y advierta seriamente a la familia real, a sus príncipes y funcionarios que es imposible e indecente solicitar la protección militar del Pentágono y al mismo tiempo patrocinar a los predicadores wahabitas en Malasia, Nigeria, Sudán o... Marruecos. El oro saudí se encuentra al fondo de muchas masacres recientes. Ya es hora de que se diga. Y que se actúe en consecuencia.

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