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EDITORIAL

Casablanca ¿arma electoral?

Después de más de treinta años de barbarie etarra, la lección más importante que la inmensa mayoría de los españoles ha aprendido sobre el terrorismo es que, en última instancia, nadie puede “comprar” su seguridad a los pistoleros haciendo concesiones parciales o simplemente mirando hacia otro lado. La raíz totalitaria presente en todos los terrorismos –es más, no hay totalitarismo sin terrorismo, ya se practique desde la clandestinidad o desde el aparato del Estado– fuerza finalmente a los “conciliadores” y a los indiferentes a asumir plenamente las tesis de los pistoleros o a convertirse también en objetivo de sus balas y de sus bombas. Y si los terroristas acaban triunfando, los “apaciguadores” son tradicionalmente los primeros en sufrir las “purgas” del nuevo régimen, cuya prioridad para asentarse en el poder es transmitir el mensaje de que no se tolerará la más mínima disensión o tibieza. El terrorismo islámico no es una excepción. Antes al contrario, hoy es quizá el ejemplo paradigmático de esa mezcla de mesianismo, fanatismo, violencia y totalitarismo que comparten todos los terrorismos del mundo.

El primer objetivo de Al Qaeda, sus pantallas y sus organizaciones afines es “restaurar” la “pureza” del Islam en todos los países musulmanes, mancillada según ellos por gobernantes árabes corruptos, que han olvidado las enseñanzas del Corán y se han “contaminado” por su trato con el “gran Satán” occidental. Y en segundo término, golpear y, si es posible, destruir el mundo y la cultura occidental, la fuente de todos los males y de todos los pecados. Por tanto, ningún país occidental está a salvo de la barbarie del islamismo radical. Ni tampoco los países árabes, como ya se vio en Bali. Y como prueban los atentados de Riad y los más recientes de Casablanca, precisamente en los dos países en que, junto con Irán, la identificación entre poder político y poder religioso –el rey de Marruecos es considerado descendiente de Mahoma y comendador de los creyentes, y la monarquía saudí, que gobierna con la ley coránica, es la guardiana de los santos lugares del Islam y la principal financiadora de la extensión por el mundo árabe del fundamentalismo islámico– es más evidente. Y también, precisamente, en los dos países del mundo árabe que mantienen relaciones y alianzas más estrechas con el “gran Satán” norteamericano.

La circunstancia de que los atentados de Casablanca y Riad se hayan dirigido hacia personas e intereses occidentales –en Riad, contra un barrio residencial donde habitaba gran parte de la colonia occidental; y en Casablanca, contra la Casa de España, el Consulado Belga, el Hotel Safir (de capital kuwaití, donde se celebraba un seminario sobre terrorismo internacional organizado por EEUU) y la Casa de la Comunidad Judía– puede interpretarse como un claro mensaje de los terroristas hacia los gobiernos marroquí y saudí de que deben suspender sus relaciones con los infieles y expulsarlos de sus respectivos países.

Sin embargo, sería un grave error concluir por ello que la “retirada” de EEUU y sus aliados (incluido Israel) de territorios árabes y la negativa a mantener relaciones y ejercer su influencia sobre estos países conduciría a la paz y al cese de los atentados. Como ya hemos dicho antes, por megalómano y ridículo que pueda parecer, el objetivo final de los terroristas no es la “liberación” del pueblo palestino, ni tampoco la erradicación de todo vestigio de influencia occidental en los países árabes, sino destrucción del mundo y la cultura occidental. Por tal motivo, es ridículo, perverso y, al mismo tiempo, suicida, pensar que la guerra de Irak haya podido tener alguna influencia en los atentados de Casablanca. Es triste comprobar cómo la izquierda, que España y en relación con ETA coincide con la derecha al afirmar categóricamente que los terroristas matan donde pueden y cuando pueden, sin que quepan más análisis o consideraciones y sin que nadie –ni siquiera los “apaciguadores”– puedan considerarse al margen de la amenaza, en lo que toca al terrorismo islámico en general y a Al Qaeda en particular, pretendan buscar la causa de los atentados precisamente en el ejercicio del más elemental de los derechos que asiste tanto a las personas como a las naciones: defenderse de las amenazas y de las agresiones.

Habría que recordarles a Llamazares y a Zapatero –quien, por cierto, cambió de opinión respecto de la masacre de Casablanca en cuanto Felipe González la atribuyó al apoyo del Gobierno a la Coalición en la guerra de Irak– que España, haga lo que haga, ha sido, es y será un objetivo fundamental de los terroristas. Nuestro pasado islámico, sobre el que se ha edificado el lugar común de las tradicionales buenas relaciones con el mundo árabe, nos hace a ojos de los terroristas aún más odiosos. Precisamente porque nuestro país es el único del mundo que, después de ser islamizado, retornó al cristianismo y la cultura occidental; algo que, por cierto, ha recordado Ben Laden en sus soflamas.

España, a ojos de los terroristas, es un país de “apóstatas”; y la apostasía, en la ley coránica, se castiga con la muerte. Y, por ello, no puede ni debe inhibirse en la guerra contra el terrorismo islámico, como tampoco puede ni debe hacerlo en lo que concierne a ETA. Y menos al mezquino precio de un puñado de diputados y concejales.


En España

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