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Lucrecio

Saturnal Palestina

Que el poder no se comparte es un axioma. De Maquiavelo a Lenin, todo el mundo que haya circulado alguna vez por la política sabe eso. No creo que Abú Mazen lo ignore. A Arafat, desde luego, será lo último que su alzheimer le borre de la postrera ensangrentada neurona.

Hay paréntesis de tránsito. Son momentos delicadísimos. Cuando aún no se sabe cuál de los litigantes hará suyo el control hermético del conjunto de máquinas que garantizan el dominio. Los clásicos llaman a eso crisis. Y, prolongada, fase revolucionaria. Uno de los contendientes destruirá al otro o a los otros, al final de esa prolija esgrima. No hay alternativa en ese punto: matas o mueres.

Cuando Mazen, Dahlan y los más realistas de entre los por igual dictatoriales dirigentes de la OLP llegaron a la conclusión –venían maquinándolo desde hace al menos tres años– de que, fuera del uso mínimo de sus facultades mentales por una senilidad terrorífica, el viejo déspota Arafat debía ser desplazado, sabían que sería inevitable enfrentarse a esto. Ni podían entonces ni pueden ahora llamarse a error. Valoración moral aparte –hablemos ahora sólo de esa cosa desalmada que se llama política–, Arafat ha sido, sin discusión, el asesino masivo más profesional de la segunda mitad de ese siglo funesto que fue el veinte. Lo fue, en tanto que fundador y caudillo de la más importante organización terrorista del siglo: la OLP, a través de todas sus máscaras y alias, sin la cual el posterior despliegue de cosas más modernas, como Al Qaeda, hubiera sido inviable. Lo fue como mentor y proveedor logístico de la totalidad –digo la totalidad– de los grupúsculos terroristas que consumaron la descomposición del izquierdismo europeo de los años 70. Lo fue como cerebro de matanzas judías y europeas (Múnich no es sino la forma límite de aquella barbarie). Lo fue también –y eso Mazen y Dahlan no pueden olvidarlo– de la práctica totalidad de sus posibles competidores en la jefatura de su banda de asesinos.

De una banda de matarifes puede surgir un Estado. No será la primera vez. Pero es preciso, para eso, una cierta ruptura con el pasado. Dahlan y Mazen no son menos asesinos que Arafat. Pero sus neuronas están en mejor estado. Saben lo que, para cualquiera que no tenga el cerebro reducido a puré de creencia, es evidente: que ha llegado el momento de cerrar una guerra perdida. Eso o ser militarmente aniquilados. El golpe de Estado que dieron al babeante Rais, montados en la ola de la derrota iraquí, partía de esa hipótesis. Pero fue un golpe a medias: liquidar a Arafat no era posible, después de décadas de identificación religiosa entre su nauseabunda persona y la nación palestina. Optaron por un viejo recurso: el de la hornacina, que trueca a un dirigente material en santón reverencial y simbólico; al fin, un muerto en vida.

Era quizá la solución más económica. Siempre que el santón aceptase quedarse quietecito en los altares. Los atentados de estos últimos días revelan que el cálculo era muy ingenuo. Y que la hornacina de Arafat es demasiado permeable.

El poder no se comparte. Es difícil prever qué harán ahora Mazen y Dahlan. Si tapiar ellos mismos al coleteante muerto en su mausoleo o si suplicar a Sharon que les haga discretamente el trabajo para el cual ellos no parecen capaces. Pero algo sí esta claro: o desaparece el Padre o devorará a sus hijos.


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