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EDITORIAL

La penuria de nuestro Ejército

Lejos de ser un lujo inalcanzable o un capricho innecesario propio de naciones belicistas e imperialistas, el mantenimiento de un Ejército potente y operativo, adecuado a las necesidades de la defensa de España, suficiente para atender los compromisos con nuestros aliados y acorde con nuestro actual rango e influencia en la esfera internacional, es una perentoria necesidad. La cual, por desgracia, aún se halla lejos de estar completamente cubierta.

Ni la clase política, ni tampoco una gran parte de la opinión pública, parecen haber superado del todo, después de 25 años de democracia, ese ya tradicional –e irracional– recelo hacia las Fuerzas Armadas como posible elemento al servicio de la desestabilización política. Un recelo potenciado por la experiencia de un servicio militar obligatorio que, recientemente abolido durante el gobierno del PP, era contemplado, no sin razón, como una lamentable pérdida de tiempo, dinero y esfuerzo que no aportaba gran cosa a las necesidades de la defensa de España.

A todo ello se une el mal ejemplo de los países europeos, que después de la II Guerra Mundial no han hecho ningún esfuerzo serio por ocuparse de su propia defensa –tarea que han desempeñado en su mayor parte los EEUU–. Con la excepción de Francia o el Reino Unido, obligados en buena parte por los compromisos históricos con sus antiguas colonias, ningún país del Viejo Continente ha invertido en la modernización de sus ejércitos, los cuales, como ha revelado la II Guerra del Golfo, sufren un considerable atraso tecnológico en comparación con los del otro lado del Atlántico.

A ello hay que añadir el largo periodo de aislamiento internacional que ha sufrido España, la insensata demagogia antimilitarista tan cara a la progresía y gran parte de los medios de comunicación –especialmente en la etapa de gobierno del PSOE–, así como el gravísimo error conceptual de creer que con el final de la Guerra Fría se acabaron las amenazas serias de las que España debiera preocuparse. Estas son algunas de las causas principales de que a nadie parezca preocuparle que la dotación presupuestaria asignada por el Gobierno a la Defensa apenas supere el 1,5 por ciento del PIB, la mitad de lo que nuestros vecinos europeos dedican como media a sus ejércitos.

España, sobre todo después del 11-S, está llamada a representar un papel preponderante en la escena internacional; sin embargo, los efectivos que componen nuestro Ejército profesional apenas disponen de los medios económicos y materiales suficientes para garantizar nuestra propia defensa. Dejando a un lado la cuestión de si nuestros soldados deben limitarse a realizar tareas humanitarias o bien implicarse directamente en las acciones de guerra de nuestros aliados en defensa de la paz y la seguridad mundial –que sería lo deseable si, de verdad, existe voluntad de influir, en la medida de nuestras posibilidades, en la política internacional–, lo cierto es que la precaria dotación presupuestaria de nuestro Ejército se traduce en graves carencias logísticas cuando se trata de enviar al extranjero siquiera a unos pocos miles de soldados en misiones de paz.

El accidente aéreo que ha costado la vida a 62 oficiales y suboficiales españoles, que regresaban a España después de desempeñar labores de pacificación en Afganistán, acaso pudiera ser considerado una triste muestra de las consecuencias que acarrean las limitaciones presupuestarias arriba señaladas. Pero quizá llama más la atención que hayan sido precisamente la izquierda y sus voceros –en flagrante contradicción con los puntos claves de su discurso sobre la Defensa– quienes se han apresurado a denunciarlo, aunque bien es cierto que cuando se trata de desgastar al Gobierno cualquier asunto sirve. Para saber si hay alguna responsabilidad, habrá primero que esperar a que concluya la investigación acerca de si estaba justificada la confianza que nuestros mandos militares tenían depositada en los servicios que presta alguna dependencia de la OTAN. En cualquier caso, uno de los escasos efectos positivos de esta catástrofe habrá sido el de llamar la atención sobre la carencia de aviones de transporte propios que padece nuestro Ejército –cinco de nuestros once C-130 no pueden volar– y la falta de medios para alquilar aviones más seguros, con mejores garantías de mantenimiento que los Yak-42 ucranianos; cuyas tripulaciones, al parecer, trabajan a destajo por escasos salarios.

No obstante, conviene no olvidar que ya estaba prevista la renovación de la flota de transporte militar con la adquisición de 27 unidades de Airbus 400, pero no es menos cierto que para esa inversión, y otras destinadas a la renovación material y tecnológica de nuestros ejércitos (como la adquisición del avión EF-2000, de la fragata F-100 o el carro Leopard), ha sido necesario recurrir, en lo que parecería una “operación de camuflaje”, a créditos del Ministerio de Ciencia y Tecnología que, posteriormente, tendrá que abonar el Ministerio de Defensa. El cual, con sus medios actuales, no podrá pagar si su presupuesto no se incrementa sustancialmente. Más aún si en la actualidad casi el 60% de ese presupuesto se dedica a gastos de personal –sólo el 40% a material–; cuando, según los propios objetivos marcados para el ejército profesional, la proporción debería ser la inversa.

La sociedad española ha optado por un Ejército profesional que, en teoría, proporciona mayor eficacia con menores efectivos –por la mayor motivación de los soldados voluntarios– que un Ejercito de recluta obligatoria. Sin embargo, es responsabilidad del Gobierno y de la clase política superar la injusta e incomprensible cicatería con que la clase política y una opinión pública mal informada han tratado todo lo relativo a un Ejército que nada tiene que ver en absoluto con los rancios y casposos clichés con que la progresía gusta de pintar al estamento militar, así como superar reticencias absurdas y explicar a la ciudadanía que un Ejército profesional es más caro que uno de recluta voluntaria. Y que, para ser plenamente eficaz y cumplir las misiones que se le encomiendan sin que sus miembros arriesguen la vida innecesariamente, es preciso dotarle de los medios necesarios. Algo que, evidentemente, la octava potencia industrial del mundo puede y debe permitirse.


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