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EDITORIAL

Nuevo descenso del desempleo

No puede negarse que, en lo que concierne a la economía y al empleo, España “sigue yendo bien”. Los 49.689 parados menos registrados por el INEM el pasado mes de mayo sitúan la tasa de desempleo en el 8,6 por ciento y el número de parados en 1.608.262. España ha sido el país de la OCDE donde mayor ritmo ha tenido la creación de empleo en los últimos años, el paro femenino ha alcanzado, en palabras de Aznar, el “mínimo histórico” de los últimos 20 años (el 12,9 por ciento) y el paro masculino (5,8 por ciento) se sitúa, como señala el ministro de Trabajo, Eduardo Zaplana, “en la práctica definición del pleno empleo”.

Una vez más, es preciso señalar que estos buenos resultados se producen en un contexto internacional depresivo y en el marco de un crecimiento relativamente débil de nuestra economía. Precisamente en los escenarios donde tradicionalmente España destruía empleo. Por tanto, y aunque huelgue decirlo, la reducción del desempleo y la convergencia real con Europa lograda en los últimos años no son fruto de la casualidad, de la buena suerte o de una coyuntura económica internacional favorable. Se deben en su mayor parte a la acertada política económica que ha desarrollado el Gobierno desde 1996.

El pretexto de la integración en el euro, que permitió realizar los ajustes presupuestarios y fiscales que tanto necesitaba nuestra economía, así como los beneficios de una moneda estable con tipos de interés bajos, sentaron las bases de la prosperidad que hoy disfruta España. Asimismo, las rebajas impositivas –que han permitido reducir la presión fiscal, aumentar la recaudación y, al mismo tiempo, alcanzar el equilibrio presupuestario– han liberado una gran cantidad de recursos para el consumo y la inversión que, unidas a las privatizaciones y desregulaciones llevadas a cabo durante la etapa de gobierno del PP, explican en muy gran medida que España sea una isla de moderada prosperidad en un contexto económico internacional poco halagüeño.

No obstante, conviene matizar la tentación panglosiana a la que, comprensiblemente, inducen estos resultados. Con una tasa de paro próxima al nivel de pleno empleo técnico –hay que tener en cuenta el volumen de la economía sumergida–, y con un tipo de interés real (el nominal descontada la tasa de inflación) próximo a cero o incluso negativo, una recuperación de la economía internacional podría desatar fuertes tensiones inflacionistas, especialmente en el sector servicios. De momento, estas tensiones se hallan amortiguadas por la fortaleza del euro y por la amenaza de deflación en las economías americana y germana; pero una eventual recuperación económica podría dar origen a cuellos de botella en el sistema productivo, algunos de cuyos sectores –construcción y hostelería principalmente– ya sufren dificultades para encontrar mano de obra y han de recurrir a la inmigración.

La abortada reforma laboral, que habría introducido una mayor movilidad geográfica –uno de los factores que más necesita el mercado de trabajo español– y puesto algo de orden en los subsidios del PER, era una pieza básica para seguir garantizando un crecimiento de la economía y del empleo sin tensiones ni desequilibrios macroeconómicos. Por ello, aunque el Gobierno ya ha tomado la iniciativa de flexibilizar los trámites burocráticos asociados a la inmigración legal, sería preciso encontrar una fórmula más ágil y eficiente para los empresarios –especialmente los pequeños y medianos– que necesiten contratar inmigrantes. Las embajadas y los consulados de España podrían jugar un importante papel de intermediación –y, al mismo tiempo, de regulación– en la inmigración legal si, por ejemplo, pudieran asumir en el extranjero algunas de las competencias del INEM.

Y, también en relación con el empleo, otra circunstancia que no hay que olvidar es que los 16.700.000 afiliados que hoy cotizan a la Seguridad Social algún día tendrán derecho a cobrar su pensión. Una razón más para abordar de una vez por todas una reforma en profundidad de las pensiones públicas que, cuando menos, introdujera un sistema mixto de capitalización y reparto para evitar la quiebra o el deterioro progresivo del sistema, que en el futuro próximo tendrá que hacer frente al pago de esas pensiones con una base de población sensiblemente inferior.


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