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EDITORIAL

BCE: una señal de aviso

Aunque pueda parecer paradójico, los tipos de interés se mueven en el mismo sentido que los precios. En un proceso inflacionario, existe un incentivo a endeudarse y adquirir activos a crédito para, una vez que hayan subido los precios, revenderlos con beneficio. Además, las expectativas de beneficio por la subida de precios incentivan el endeudamiento para la adquisición de bienes de capital. Esto hace que suba el precio del crédito y, por tanto, de la financiación de la producción de bienes de consumo; con lo que la escasez provocada por la inflación se agrava aún más. En un proceso deflacionario ocurre lo contrario: el descenso de los precios reduce las expectativas de beneficio, por lo que disminuye la demanda de créditos para actividades productivas y, por tanto, se reducen los tipos de interés. Los propietarios del capital prefieren invertirlo en títulos de deuda pública o privada a interés fijo que, con el descenso de los precios, les reportarán mayores beneficios.

Las manifestaciones en el tipo de cambio de las monedas suelen tener el signo contrario. La moneda de un país que sufre un proceso inflacionario tiende a apreciarse en un primer momento por la subida de los tipos de interés que atrae “dinero caliente” en busca de beneficios a corto plazo, para después depreciarse progresivamente (huyen las inversiones a largo plazo a causa de la pérdida de poder adquisitivo de la moneda). En un país en situación de deflación, la moneda tiende a depreciarse en un primer momento a causa de la bajada de los tipos de interés (huida de capitales al extranjero en busca de beneficios a corto plazo), para apreciarse después lentamente como consecuencia de la bajada de los precios (acuden inversiones a largo plazo para aprovechar la ganancia de poder adquisitivo de la moneda). Y al igual que ocurre con los tipos de interés, las expectativas de los inversores exacerban los movimientos de los tipos de cambio.

Sin embargo, las simetrías se acaban cuando se intenta combatir los efectos de la inflación o la deflación recurriendo a la política monetaria. Si bien la única forma de yugular un proceso inflacionista es encarecer el crédito al consumo, reducir el déficit público –otra manifestación del crédito– y soportar un periodo más o menos breve de recesión; de nada sirve abaratar el crédito en un proceso deflacionario fruto de una recesión mientras no se haya completado el proceso de liquidación de las inversiones erróneas realizadas en el auge anterior y se recuperen las expectativas de beneficio. Si, además, la política de tipos de interés bajos se combina con un incremento del déficit público –que ha de ser financiado, lógicamente, con emisiones de deuda–, el resultado inexorable es la perpetuación de la depresión: los capitales no se dirigirán hacia la financiación de las actividades productivas sino hacia la compra de esa deuda que, en un ambiente deflacionista y depresivo, garantiza una renta segura y una revalorización del capital invertido. En realidad, sólo las reformas estructurales, el incremento de la productividad y la mejora de la coyuntura económica internacional pueden sacar a una economía de la recesión deflacionaria.

La actual situación de Japón, que lleva más de diez años en recesión deflacionaria aun a pesar de la política de tipos de interés cero y del brutal incremento del déficit y el gasto público es el más claro ejemplo de ello. Y debería servir de advertencia a economías como la alemana y la francesa, así como de demostración de la inanidad de la política monetaria a la hora de reflotar economías. La política de tipos de interés cero tampoco ha afectado significativamente al tipo de cambio del yen, que se ha mantenido e incluso incrementado a resultas de la repatriación de capitales japoneses para cubrir pérdidas domésticas. Algo que, por cierto, también puede estar pasando en Europa y que explicaría la súbita apreciación del euro más allá de la exigua diferencia en tipos de interés que el euro mantiene con el dólar.

Con todo, la bajada de tipos acordada por el BCE, aun a pesar de que no servirá para reflotar las economías de la zona euro, cumple una función imprescindible. Dado que el valor de las monedas no está ligado a ningún patrón fijo –depende de las estimaciones y las expectativas de los inversores–, la función de los bancos centrales debe ser poner límites orientativos a las oscilaciones violentas de los tipos de cambio. Una actitud de indiferencia por parte de las autoridades monetarias ante variaciones bruscas del tipo de cambio que no obedezcan a sólidas razones económicas podría desatar una avalancha de especulación que acabaría por desestabilizar completamente el tipo de cambio de la moneda. El BCE ha querido dejar claro que no ve con buenos ojos una rápida apreciación del euro frente al dólar más allá del tipo de cambio al que empezó a cotizar en 1999, que añadiría todavía más dificultades a los ajustes que deben realizar las economías francesa y alemana.


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