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Alicia Delibes

Por alusiones

En vista del interés despertado por el mi, al parecer, polémico artículo titulado “Las buenas intenciones y la responsabilidad” que el jueves pasado publicó este periódico digital, me permito entrar de nuevo en el debate para concretar algunas ideas que, hoy por hoy, mantengo en torno al fenómeno de la inmigración.

En primer lugar debo decir que a mí me hubiera gustado discutir sobre el tema, puesto sobre el tapete por Antonio Marzal, de si el convencimiento de que una ley es injusta puede ser un eximente para el cumplimiento de la misma. Y es que tengo la sensación de que, desde las movilizaciones callejeras contra la guerra de Irak, se está apoderando de mucha gente, y sobre todo de muchos jóvenes, la idea de que las leyes no tienen por qué cumplirse cuando van en contra de la conciencia de un individuo.

Pero habrá que dejar para otra ocasión elucubraciones tan abstractas y entrar ahora en el debate que ha planteado Fernando Serra al replicarme con su artículo “¿Caben diez millones de subsaharianos en Barcelona?”.

Serra ilegitima de forma tajante la capacidad del Estado para regular el número de inmigrantes cuando dice que “ninguna autoridad política puede fijar un número de inmigrantes potenciales porque la casa de acogida es flexible”.

Por flexible se podría entender que la casa de acogida es moldeable y que es, por tanto, adaptable al tipo de ciudadanos que la habitan. Pero, más bien entiendo que Serra quiere decir que es elástica, es decir que se estira y se encoge según el número de los que en ella viven.

Pues bien, yo estoy de acuerdo en que la casa de acogida podría adaptarse perfectamente a la llegada de nuevos inquilinos siempre y cuando estos se comprometieran a respetar las normas que en ella rigen y no supusieran una carga extra para los contribuyentes. El problema está en que garantizar el cumplimiento de estas dos condiciones de enunciado tan sencillo tiene infinidad de complicaciones añadidas.

En primer lugar, el estado de bienestar del que los españoles disfrutamos resulta un reclamo irresistible para una gran parte de la gente que inmigra. No estoy pues completamente segura de que quienes llegan a nuestro país lo hagan con el espíritu aventurero y el afán trabajador que caracterizaba a las antiguas migraciones. Dudo pues de que en el inmigrante de hoy se dé ese afán de superación que lleva siempre a decir que el inmigrante es una fuente de riqueza y una inyección de sabia renovadora para nuestra ya un poco anquilosada sociedad.

Por otra parte, esa moda importada de los Estados Unidos que es el multiculturalismo, versión posmoderna del relativismo cultural, pone seriamente en peligro la integración de los inmigrantes, favorece la formación de guetos y, lo que es más grave, justifica creencias y costumbres que pueden entrar en conflicto con nuestras normas y leyes.

Pero es que, además, la ideología triunfante en nuestro país dista kilómetros de ser liberal. Existe un convencimiento casi generalizado de que el Estado se debe comportar como si fuera Robin Hood, quitando al rico para dar al pobre, y como en este caso, el nativo es el rico y el inmigrante el pobre, resulta bastante difícil evitar que el contribuyente se sienta perjudicado.

Así pues, no sólo me parece idílico pero imposible de lograr un sistema de libre contratación como el que describe Fernando Serra, y que podría servir para autorregular la entrada de trabajadores extranjeros sino que, además, todos estos factores a los que me he referido, entre otros muchos, limitan la elasticidad de la casa de acogida y, como sucede con los globos que se inflan demasiado, en un momento dado cualquier de ellos podría hacerla estallar.

Es difícil saber cuál debe ser el papel de Estado en todo este complejo asunto, pero si se limita a observar cómo la libre contratación (libertad que está y estará lejos de cumplirse) regula por sí sola la entrada de inmigrantes es posible que se produzca entre las gentes una peligrosa falta de confianza en la justicia y de respeto a la legalidad. Creo, sinceramente, aunque con ello pueda quebrantar alguno de los principios más liberales, que el Estado debe ser guardián de las libertades individuales y que, por tanto, no puede permanecer impasible cuando ve venir el peligro de que en la sociedad se impongan las leyes de la jungla.

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