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Jueces para la Democracia y la Unión de Fiscales Progresistas, con plaza en el limbo antifranquista, dictaminaron en su primer congreso conjunto, celebrado hace unos días, que las libertades públicas atraviesan “un momento delicado”. No se referían a los lugares donde el terror impide el ejercicio de la libertad, verbigracia el País Vasco, sino a aquellos donde unos gobiernos democráticamente elegidos tratan de luchar contra el terrorismo. Su juicio nace de la misma perversión moral e intelectual que asomó en aquel titular de El País del 12 de septiembre de 2001: “El mundo en vilo a la espera de las represalias de Bush”, de cuya ingenuidad es de las pocas cosas de las que no me ha convencido Arcadi Espada en “Diarios”.

Esta fórmula del “momento delicado” se ve que ha hecho fortuna en las estribaciones de Izquierda Unida. Ya la utilizaba el profesor Monedero, de noalaguerra.org, en una carta que comenté la semana pasada. Pero el trastorno que subyace a la expresión afecta a casi toda la fauna del dorado estanque “progresista”. Si al día siguiente del 11-S, cuando los restos de miles de personas bajo los escombros obligaban a cierto respeto a los muertos y cierto horror al crimen, el gran peligro era Bush y no Ben Laden y sus émulos, desde entonces, la gran amenaza para la democracia no proviene de los terroristas, ¡por favor!, sino de los recortes de las libertades que aplican los gobiernos con la excusa de combatirlos. Los gobiernos democráticos, se entiende, pues los demás, que son la mayor parte, no pueden recortar lo que no dan ni reconocen. Con ellos no ha lugar para “momentos delicados”.

Las normas de seguridad más estrictas que empezaron a aplicarse en aeropuertos y fronteras tras el 11-S indignaron sobremanera a estos defensores de las libertades según y dónde. ¡Cómo protestaron por “la humillación” de hacer cola en las aduanas norteamericanas! Y si iban a Israel, donde ya regían antes medidas extraordinarias, no digamos. No vuelvo más, tituló un enrabietado Manuel Leguineche. ¡Es intolerable!, aullaron todos esos soberbios botarates que, sin embargo, suelen tolerar como pintoresquismo o mal inevitable las tropelías que se infligen al viajero en países donde la democracia o es palabra hueca o no es palabra: las esperas de días en puestos fronterizos, los sobornos necesarios, las mordidas inevitables, la zozobra permanente, los interrogatorios, los registros, los robos.

Amigo, pero en la frontera de un país democrático no pasan una. Ángela Vallvey, ganadora de un premio Nadal, se quejaba de un modo prototípico en su columna del Cultural de ABC (7-6-03): “El único inconveniente (del viaje) es la Police (suiza a italiana) que aborda el tren armada de perros y caras largas. Reconozco que tiemblo ante la policía (…)”. La frontera entre Suiza e Italia viene a ser el momento delicado para la señora Vallvey. ¡No traga ni las caras largas! Si hubiera cruzado la frontera polaco-soviética in illo tempore y observado el rostro, el ceño y los modales de la polizonte que sacaba a empellones del tren a dos ancianas con sus bolsas de baratijas compradas en París, la cara del suizo le parecería maravillosa. O por lo menos, un detalle accesorio al lado de la certeza de que ahí, en esa frontera, tiene unos derechos y que el poli tiene el deber de respetarlos y hasta de protegerlos. Para eso trabaja.

Pero estos niñatos del Mundo Feliz sin Pasma prefieren que por las fronteras entren y salgan terroristas, narcos o mafiosi, antes que aguantar el malhumor de un aduanero o el olfateo de un perro. Pues con esas gentes del crimen creen compartir si no el mantel, la mesa y dan por sentado que a ellos, que tan bien los comprenden, no les harán nunca daño. Tal vez por esa querencia los jueces “progresistas” apoyan a los magistrados que dejan salir de la cárcel a los capos del narcotráfico antes del juicio. Vive y deja vivir, más escuelas menos policía, tó er mundo es güeno, y el que no, es por culpa del capitalismo.

El auténtico momento delicado para la democracia resulta del hecho de que, en los países donde está más arraigada, haya millones de personas dispuestas a salir a la calle para apoyar a un tirano asesino con tal de oponerse a Estados Unidos y poquísimas que muevan un dedo por los que piden democracia y libertad y son perseguidos por ello en Cuba, Venezuela, China, Tibet o Irán. Que haya tantos preocupados por los posibles sufrimientos de los islamistas presos en Guantánamo y tan pocos a los que repugnen las condiciones infrahumanas en las que malviven los presos de Castro. Que haya, en definitiva, tantísimas personas que se las arreglen para defender casi siempre a las dictaduras y no defender casi nunca a los que las combaten. Y cuyo enemigo no es el maleante que puede ir en el tren en el que viajan, sino el policía que no sonríe como es debido.


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