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Los socialistas defienden a Simancas como si fuera un valiente héroe capaz de enfrentarse a los malvados empresarios. Más allá del mar, el Gobierno argentino ha encontrado la forma de resolver los males de su país: acentuar la persecución de los contribuyentes.

El profesor Manuel Escudero, destacado intelectual socialista, admira a Rafael Simancas y deplora que quizá no vaya a gobernar, puesto que con él “el poder político, por una vez, iba a intentar poner algún coto, como debe hacer la política, a los poderes económicos regionales”. Esta declaración podrá impresionar por lo que tiene de negación de la realidad del socialismo, que fue y es, incluso en Madrid, cualquier cosa menos hostil a los “poderes económicos”. A mí lo que más me impresiona es otra cosa: es la idea de don Manuel según la cual el poder político “debe” oponerse a los poderes económicos. Aquí subyacen dos antiguas falacias. Por un lado, el poder político en una sociedad abierta “debe” en primer lugar proteger las libertades de sus súbditos, no meterse con las empresas. Y por otro lado, el poder económico nunca es asimilable al político, puesto que éste es coactivo y aquél no. Los enemigos de la libertad siempre han agitado el fantasma de las grandes empresas como justificación para el crecimiento de las Administraciones Públicas, ignorando convenientemente que si no hay intervención, precisamente, del poder político concediendo privilegios, las empresas no tienen forma de obligar a los ciudadanos a que les paguen, mientras que la política sí les obliga.

Las flamantes autoridades argentinas han decidido acosar aún más a los contribuyentes, y lo harán antes de reformar la fiscalidad. Así saludó el ministro Lavagna a Kirchner: “el presidente invirtió los términos, primero quiere dar una batalla decisiva contra la evasión, y sus resultados harán posible en el futuro una reforma impositiva”. Recuerdo a los socialistas, que decían que si pagábamos más españoles, pagaríamos menos impuestos. Mintieron, claro. Y recuerdo a la Reina de Corazones, cuando, con la misma lógica de los mandatarios argentinos, exigía: “¡Primero la sentencia y después el veredicto!”

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