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Eduardo González Biedma

"Éxito" de la Política Agraria Común

Hay, al fin, un cierto consenso. Se ha triunfado en Bruselas apañando un buen pellizco de miles de millones de euros para financiar a nuestros agricultores. Algunos discrepan. Deberían haber sido más, dicen en algunas comunidades autónomas. Han aumentado, pero ¿y el futuro?, claman otros.

De nuevo, las subvenciones. Me causa perplejidad que de manera tan impertérrita se acepte que ello sea un éxito. El éxito –nótese– no es que cada vez nuestra agricultura sea más eficiente o racional en sus dimensiones de modo que cada vez necesite menos dinero público para sobrevivir. Dinero público que, por cierto, bien podría ir a mejorar las modestas pensiones medias o las nuevas necesarias líneas de Alta Velocidad o autopistas. El éxito es que subsidiamos con más dinero público la agricultura. Desazón absoluta. Claro que esa sensación viene justificada porque se lo hemos sacado a "Europa". Parece resucitar ese sentimiento siciliano, y también bastante español, de que el "Estado", –ahora "Europa"– es un ente amorfo, lejano, olímpico, que nada tiene que ver con la naturaleza de los hombres, y no un mero administrador, a estos efectos, de nuestros dineros. Algo tan simple como que el dinero que da "Europa" viene directamente de los impuestos de todos los europeos y de que ese dinero que va a la agricultura no va a otros sitios no parece asumirse con naturalidad.

Pero lo importante es ¿para qué son estas exitosas subvenciones? Claramente, para primar unas producciones no rentables porque otro país las ofrecería más baratas. Eso también parece olvidarse. Como también se olvida que, en general, esos países suelen ser países mucho más pobres que España, con los que decimos siempre querer colaborar y sacar de su pobreza con distintas ayudas de dudoso destino.

Parece claro que las subvenciones, por lo menos dentro de un cierto horizonte temporal, deben mantenerse, puesto que muchos dependen de la agricultura, y quitarlas de la noche a la mañana puede ser todo menos social y personalmente asumible. Hasta ahí de acuerdo y no hay en ello más que sentido común. Sin embargo, el verdadero éxito sería su efectiva reducción progresiva, y la dedicación de esos fondos estériles a otros fines más demandados por toda la sociedad, o, de paso, a reducir nuestros asfixiantes impuestos. Ello ayudaría, entre otros, a los propios agricultores, que podrán dedicarse a actividades o cultivos más rentables (no a la actividad subvencionada), sin tener que depender de las pancartas en Bruselas ni de la "caridad" periódicamente cuestionada de los mandamases europeos. También estarían muy felices muchos países pobres, productores agrícolas a los que no les compramos casi nada, pero a los que les mandamos con gusto, cuando el hambre les aprieta, ropa usada o caritativas ayudas para construir algún que otro pozo, y, siempre, créditos a sus gobiernos para que hagan un no siempre confesable uso de los mismos.


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