El balance del último año televisivo es descorazonador para quienes no piensan que lo mejor que le puede ocurrir a la audiencia es que vaya abandonando la práctica de ver la tele. TVE, aun siendo líder de las cadenas en abierto, ha bajado puntos. Sus números, a pesar de un ligero descenso en las pérdidas –un 10% en los últimos meses-, siguen siendo un pozo sin fondo. Mientras, da pruebas a diario de falta de iniciativa en sus dos cadenas. Los canales autonómicos han incrementado su audiencia a la par que disminuía el interés de su programación y se planteaban cómo encarar la compra de partidos de fútbol cada vez menos rentables. Lo de Antena 3, con 18 programas que, nada más ponerlos en marcha, tuvo que retirarlos, pasará a la historia como un ejemplo de fracaso continuado que tendrá que remontar la nueva dirección si quiere sacar algo en claro de una cadena acostumbrada a tirar con pólvora del rey.
Tampoco podemos alegrarnos por la recuperación de Telecinco. A lo largo de la última temporada, ha conseguido hacer del cotilleo pringoso la marca de una casa convertida en territorio de un submundo de personajes de dudosa catadura. Pero lo peor de todo es que no se ve por ningún lado que se vaya a enderezar el rumbo de cadenas públicas y privadas. El hecho de que no saliera adelante la ley de Piqué es bastante significativo de la imposibilidad de encauzar las embarradas aguas de la televisión. No hay indicios de atacar el oficialismo y el derroche de las cadenas públicas. Antena 3, sometida a una cura de adelgazamiento, puede acabar fomentando un esquema de programación similar al de Telecinco y, por muchos golpes de pecho que se den los que acogieron “Hotel Glam”, no parece fácil que la maquinaria de los “reality shows” vaya a ser desmontada. Son fáciles, baratos y tienen al público acostumbrado.
Las escasas iniciativas parlamentarias para contener la marea negra que llega a nuestros televisores se da de bruces con una realidad política que, en vez de marcar otras reglas del juego más saludables, imita los códigos impuestos por la televisión. El caso del culebrón de la Asamblea de Madrid, con sus personajes de cuarta fila arracimados en familias como los Pajares, Jiménez y Pantojas es una prueba, pero todavía es más evidente cuando se puede ver a los diputados del PSOE e IU de la autonomía de Madrid abandonar sus escaños para seguir por la pantalla lo que ocurre en un hemiciclo en el que deberían estar sentados. La tele, con su ruina y pringue, dicta la ley de lo que se ve, se hace y se consiente.
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