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Alberto Míguez

Un “accidente involuntario”

El asesinato por un soldado guineano ebrio de una cooperante española en la localidad de Mongomo fue asumido por el gobierno español con una reacción que oscila entre la cobardía y la indiferencia. Lo primero que se le ocurrió a la ministra de Asuntos Exteriores, antes siquiera de conocer los detalles de cómo se produjo el crimen y quién era su autor, fue decir que se trataba de un “accidente involuntario”, una fórmula que en sí misma es un puro disparate: no hay accidentes voluntarios como no existen helados fritos.

Pero este accidente involuntario tiene unas características que desvelan cuáles son las circunstancias políticas y sociales de la excolonia y qué características tiene la dictadura de Obiang Nguema con quien el gobierno de Aznar parece dispuesto a mantener relaciones amables caiga quien caiga. Las fuerzas armadas guineanas se parecen bastante a gavillas de delincuentes sin ley ni rey, mal pagadas y peor pertrechadas. Estas bandas viven sobre el país y cobran derechos de paso a los viajeros que se aventuran por las carreteras y caminos de la zona continental del país. Los autobuses y sus viajeros suelen ser los primeros contribuyentes netos y eso explica por qué la soldadesca obligó a descender del vehículo a los ocupantes.

Fue entonces cuando se produjo una agria disputa entre el chófer del autobús y uno de los individuos del control que, al parecer, no había logrado la cantidad deseada. Ni corto ni perezoso el soldado fue a su casa, buscó el fusil y disparó contra el vehículo. Una de las balas impactó en el hígado de nuestra compatriota Ana Isabel Sánchez Torralba, de 22 años, natural de Ocaña, que había llegado el día anterior al país africano y se incorporaba a un programa de alfabetización de las Madres Escolapias. Horas después fallecería en el hospital de Mongomo.

La simple enumeración de los hechos demuestra que no se trata de ningún accidente involuntario sino de un crimen clarísimo, como lo describió el embajador de España en Malabo, Carlos Robles Fraga horas después. El gobierno español ha preferido creer a pie juntillas la versión que la dictadura guineana le ofreció y que calificó el hecho de incidente no premeditado. También ha preferido renunciar a formar parte de la comisión que investigará sobre el terreno lo sucedido. Se fía de la palabra de un régimen caracterizado por su permanente violación de los derechos humanos, la legalidad y el sentido común; un régimen que encarcela a sus opositores tras un simulacro de juicio, que mantiene un centro de torturas como la cárcel de Black Beach y cuya única gracia es nada sobre un océano de petróleo tan goloso como deseable.

La principal obligación de cualquier gobierno es defender y garantizar la vida de sus ciudadanos en el extranjero. Y, si no puede o no quiere hacerlo, exigir a los países con quienes se mantienen relaciones (¡y qué relaciones!) un respeto mínimo a los nacionales. ¿Se imaginan ustedes cuál sería la reacción de Estados Unidos o Gran Bretaña (dos países con los que al parecer mantenemos excelentes relaciones y admirados hasta la bobería) si esto le hubiera sucedido a una de sus cooperantes en cualquier país africano?

El asesinato de Ana Isabel Sánchez debe ser aclarado, su autor severamente condenado y no deben escatimarse medios para que ambas cosas se hagan de forma transparente. Apuesto doble contra sencillo, sin embargo, a que las consecuencias de este asesinato serán mínimas, se echará tierra sobre el asunto y el accidente involuntario pasará al olvido. Si no, al tiempo.

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