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Lucrecio

Lo obvio y lo enigmático

Hay, en primer lugar, lo obvio, eso que cualquiera que haya ocupado unas horas siguiendo la tan tediosa política española sabe: que Gallardón es el hombre de Polanco, en una España donde cualquier otro demarcador político se ha extinguido. En la política española, se es brazo parlamentario del grupo Prisa o no. Lo demás, izquierda, derecha, nacionalismos de diverso cuño, no es ya siquiera anécdota; máscara sólo, para tratar de mantener una ficción en la que nadie cree demasiado seriamente: la de la continuidad con retóricas viejas y aún más viejas legitimidades; la fantasía de un parlamentarismo clásico, que jamás llegó siquiera a esbozarse entre nosotros.

Prisa o no. A eso se han venido reduciendo las opciones electorales desde inicio de los años ochenta. Ahora, el ciclo acaba. Lo que Polanco pergeña tiene un toque vanguardista infinitamente más fascinante: o Prisa o Prisa. En una sociedad, ésta de las tres últimas décadas, en la cual la financiación de los partidos –convertidos en grandes estructuras empresariales sin ingresos adecuados– se ha hecho legalmente imposible, sólo Prisa dispone de la red mediática imprescindible para que un partido pueda seguir concurriendo a las elecciones, pueda seguir ganándolas y pueda, luego, desplegar las tramas de gangsterismo inmobiliario que completen sus recursos.

Gallardón es su figura de laboratorio. Seguimos en lo obvio: es un experimento que, desde Miguel Yuste, se lleva condensando en el atanor, a fuego lento, desde hace un buen montón de años: tantos cuantos requieren estas delicadas alquimias. La fase final podía casi atisbarse: salvado el patinazo de aquella precipitación que pretendió poner a la aun no del todo cuajada criatura en el lugar de Aznar cuando el 96, los tiempos lógicos parecían restablecerse. Gallardón debería esperar una legislatura, dos como mucho, emboscado en esa madriguera de lujo que es Madrid, no hacer ruido e ir concentrando fuerzas, merced al catalizador País-SER. Y, antes del 2012, Polanco habría alcanzado la perfección de un sistema de alternancias entre las dos agencias políticas de su holding. ¿Para qué empeñarse en ser propietario sólo del PSOE, si se puede serlo de todos los partidos a un precio muy conveniente?

Hubiera sido una maquinaria de relojería mortífera. ¿Por qué la ha roto ahora la criatura de Miguel Yuste? Porque no hay duda: Gallardón ha roto las previstas reglas de juego y se ha lanzado a un vértigo que no es metáfora alguna describir como suicida. Su gesto de pavor el día aquel, funesto, en que los del clan de Balbás plantaron en la Asamblea de Madrid a los del clan Simancas-Porta, podría explicarse como una crisis de pánico ante el vacío. Vale. La bofetada en el rostro de Esperanza Aguirre, saliéndose de la Asamblea en compañía de los socialistas, fue dada en frío y con deliberación. Alguien podría buscarle una imposible justificación en términos de fobias personales. Bueno. La proclama, a los pies de Bono, de su deseo de que el PSOE comiese terreno electoral a su propio partido, no tiene ni pies ni cabeza. La proclama, digo. Que Gallardón es un militante de Polanco y no del PP, cualquiera que no sea tonto lo sabe. Pero cualquiera que no sea tonto sabe que la condición imprescindible para que esa militancia le consiga un día su anhelada presidencia es el silencio más pétreo. Y que, desde el instante mismo en que ese silencio ha sido roto, Gallardón es político muerto.

¿Por qué se ha suicidado Gallardón? Es lo único enigmático de todo cuanto está sucediendo. Lo demás es sólo repugnante.

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