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Alberto Recarte

Dos peligros diferentes

Brasil y Argentina son diferentes. Esta obviedad podría velarse por la participación conjunta de Lula y Kirchner en actos oficiales de la internacional socialista y por su posterior visita a España.

Brasil es un país con un estado y Argentina no tiene estado y lleva tiempo dejando de ser un país. Esa es la gran ventaja del presidente brasileño sobre el argentino. Tuvo la suerte Brasil de ser una monarquía durante el siglo XIX, mientras el resto del subcontinente se debatía entre el jacobinismo republicano y el constitucionalismo norteamericano. Argentina pareció, junto con Chile, ser una excepción a la nefasta influencia bolivariana, pero abandonó los principios de la libertad personal, la propiedad privada y la separación de poderes al aupar a Perón a la presidencia. Hoy, el peronismo –una rama del fascismo, que, a su vez, lo es del nacional-socialismo, y éste, por supuesto, del marxismo-leninismo– sobrevive, con un nuevo ropaje socialista, porque sus dirigentes han aprendido que el izquierdismo ideológico permite ampliar ilimitadamente el ejercicio del poder.

Brasil no ha sufrido procesos significativos de reducción de la propiedad privada ni ha sido penetrado, sustancialmente, por teorías como la teología de la liberación, el fascismo y el marxismo. Brasil tiene muchas de las instituciones que permiten el crecimiento y Argentina casi ninguna. Brasil tiene un poderoso, influyente, educado y eficaz cuerpo de funcionarios públicos, con un limitado –hasta donde se conoce– nivel de corrupción, acostumbrado a aplicar las leyes aprobadas por los poderes públicos, democráticos y no democráticos –en otros momentos históricos. En Argentina, por el contrario, los funcionarios, como tales, han desaparecido casi por completo, y los que ejercen esas funciones son políticos, corruptos la mayor parte de las veces, sin preparación, perspectivas de futuro ni interés por mantener el prestigio de la función pública.

La penúltima manifestación de esas diferencias se puso de manifiesto durante los años noventa. Ambos países habían cometido terribles excesos presupuestarios y monetarios y ambos eran víctimas de la hiperinflación. Para resolverlo, Argentina optó por medidas radicales, el sistema de convertibilidad plena, que durante unos años pareció funcionar, hasta que los abusos de la clase política, el excesivo gasto, el intervencionismo y la corrupción hicieron estallar el sistema. Y una vez más, el ahorro de los particulares huyó del país, dejándolo con una enorme deuda exterior, ahora repudiada. Brasil actuó más gradualmente, con más realismo, reduciendo la inflación y el déficit público gradualmente, y aceptando que, en sus condiciones de precariedad, no podía intentar controlar el tipo de cambio, que se fue deteriorando, reflejando lo que sentían los poseedores de moneda nacional y logró que la deuda pública fuera suscrita básicamente por nacionales, y la huida de capital privado al exterior, importante, pero no abrumadora como en Argentina, porque la libertad de precios y la fluctuación del tipo de cambio permitían que empresas y particulares siguieran haciendo “cálculo económico”, lo que no era posible en Argentina.

He puesto de manifiesto sólo algunos de los rasgos diferenciales entre ambos países que a mí me parecen significativos. Hay, sin duda, numerosísimos analistas y comentaristas que podrían explicar más acertadamente si, efectivamente, esas diferencias, u otras, explican la distinta realidad brasileña y argentina, pero me parece que teniéndolas en cuenta se entiende mejor el éxito –hasta ahora– de Lula y el pesimismo sobre la gestión de Kirchner.

El presidente brasileño tiene unos terribles antecedentes políticos: su marxismo, su actual socialismo, sus relaciones históricas con Castro, son enormes amenazas para Brasil. Pero la sociedad brasileña existe, tiene instituciones, respeta la propiedad privada y, además, el partido de Lula está lejos de la mayoría parlamentaria. A ningún presidente brasileño se le va a permitir hacer una revolución desde el poder; si lo intentara se encontraría, de inmediato, con una enorme contestación social. Lo que no resta valor a la prudencia con que, hasta ahora, se ha conducido; y que se ha traducido, dado el temor previo suscitado por su personalidad, en un descenso sustancial de los tipos de interés, una mejoría del tipo de cambio y unos mejores resultados en las cuentas públicas.

La situación es diferente en Argentina. Su economía crece por la sustancial devaluación del peso, no seguida de una inflación lo suficientemente fuerte como para perder la competitividad exterior recuperada, y porque se ha ido eliminando el corralito financiero. Acabar con las aberraciones que significaron el tipo de cambio fijo, –sin condiciones para poder sostenerlo–, y la congelación de los depósitos bancarios, ha permitido que los primeros meses de Kirchner sean de crecimiento. Pero aquí se acaba lo positivo. Su programa intervencionista, la desconfianza de los ahorradores y empresarios, a los que se ha expoliado sin misericordia y a los que sigue sin respetarse, garantizan, desgraciadamente, un negro panorama. Kirchner es probablemente menos peligroso ideológicamente que Lula, pero su falta de ideas, excepto la ocupación del poder, lo convierten en un leninista en una sociedad sin esperanza. Al final, los brasileños invierten su ahorro, mayoritariamente, en su país, mientras los argentinos siguen ahorrando para sacarlo fuera, como primer paso antes de abandonarlo definitivamente, e instalarse en países como España, que se benefician de su preparación y experiencia.

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