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EDITORIAL

Los nacionalistas van en serio

La tradicional actitud claudicante de los partidos nacionales –sobre todo del PSOE– para con los nacionalismos ha desembocado, como señalan tanto Mayor Oreja como Nicolás Redondo Terreros y Francisco Vázquez, en un serio peligro de ruptura de la unidad nacional. Y, paradójicamente, esa constante claudicación ante el chantaje permanente de los nacionalistas –en la vana esperanza de que, algún día, se sintieran cómodos en España–, ha coexistido con una actitud despreocupada hacia las soflamas independentistas que los líderes del PNV y de CiU pronunciaban de cuando en cuando. Durante demasiado tiempo, los partidos nacionales han interpretado esas proclamas separatistas bien como arengas de cara a la parroquia en época electoral o como medida de presión para acelerar el traspaso de transferencias o de atraer inversiones públicas hacia el País Vasco y Cataluña.

Sin embargo, PNV y CiU iban en serio; solamente que su estrategia era de largo plazo. Lo prioritario, hasta hace muy poco, era consolidar un entramado clientelar a la sombra de las instituciones autonómicas y al servicio de la “causa”, con el objeto de acostumbrar a la ciudadanía vasca y catalana –principalmente a través de la falsificación de la Historia– a ver al resto de España como un ente opresor y un freno al desarrollo de sus regiones. Y una vez conseguido un clima más o menos favorable a sus intenciones, promover la separación de facto y apelar al “pueblo” para que refrende –por vía legal o ilegal– el proyecto independentista.

Ciertamente, no puede decirse –aun a pesar de la calculada ambigüedad con que PNV y CiU han abordado siempre la cuestión nacional– que los nacionalistas hayan obrado “a traición”. Hitler dijo en una ocasión que no conocía a ningún político que hubiera expresado en público más veces y con más claridad sus intenciones, por lo que –y en esto no hay más remedio que darle la razón– nadie tenía derecho a sorprenderse de la minuciosidad con la que llevó a cabo su criminal programa –presente punto por punto en Mein Kampf– en la medida en que el resto de las naciones se lo permitió. Salvando las distancias –prácticamente inexistentes en el ala radical del nacionalismo vasco–, con el PNV y CiU ocurre lo mismo. Aunque también hay que señalar que muy pocos podían creer en la transición que los nacionalistas iban a corresponder a la buena fe y la generosidad de los constituyentes del modo en que lo han hecho.

Con todo, el freno constitucional a la deriva secesionista es bien evidente; y llegado el momento, la ruptura con España ya no puede camuflarse con más eufemismos. Y este es el momento más peligroso para los nacionalistas. De ahí el Pacto de Estella, la Declaración de Barcelona y la oposición a la Ley de Partidos, cuyos objetivos son aunar fuerzas y eliminar todas las “diferencias secundarias” –incluidos los asesinatos, los chantajes y las coacciones de ETA-Batasuna– en aras del fin común.

Consciente de que el PSOE carece de una postura uniforme en torno a la cuestión nacional y de que Zapatero ha demostrado estar dispuesto a todo con tal de llegar a la Moncloa, Ibarretxe ultima los detalles de su plan separatista, hace públicas encuestas precocinadas y prepara reuniones secretas con los partidos del ámbito vasco, incluida la ilegalizada Batasuna, para asegurarse una mayoría suficiente en la Cámara vasca que le permita lanzar el órdago secesionista en otoño. Esto, unido al oportunismo de Maragall, quien deseoso de heredar políticamente a Pujol no vacila en añadir más leña al fuego con su “federalismo asimétrico” –una contradicción en los términos que Zapatero, quien debe la secretaria general del PSOE al líder del PSC, y Chaves excusan con la entelequia de la “España plural”–, el entreguismo de Elorza al PNV y las imposibles equidistancias de Patxi López, crea el caldo de cultivo ideal del “plante” al Estado ofrecido por Joseba Egibar a ETA-Batasuna para sumar esfuerzos en pos de la secesión.

Zapatero ha de ser consciente de que la estrategia del “todo vale” contra el PP tiene ciertos límites, algunos de los cuales su partido ha traspasado irresponsablemente durante la crisis de Irak. Pero el principal de todos, el consenso de los partidos nacionales en torno a la cuestión nacional y la unidad de España, no puede ser transgredido sin dar lugar a una era de peligrosísima inestabilidad política e institucional, con algunos síntomas muy parecidos a los de los prolegómenos de la Guerra Civil. Para evitarlo, es urgente que José Luis Rodríguez Zapatero, en lugar de bromear y dar por hecho que la unidad nacional está a salvo o de acusar al PP de utilizar esta cuestión como arma electoral, desautorice públicamente los proyectos de Maragall y aborde junto con el PP una estrategia de acción conjunta para detener las serias amenazas que los proyectos de Ibarretxe y Maragall –a las que, desde luego, CiU se apunta en última instancia– constituyen para el futuro de España.


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