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EDITORIAL

La “dignidad” de Castro y su camarilla

Mucho, demasiado tiempo, tardó la Unión Europea en reaccionar con cierta contundencia a la violación sistemática de derechos humanos en la isla-presidio de los hermanos Castro. El asesinato de tres balseros que sólo querían huir de los “logros” de la revolución, y las largas condenas de cárcel que el comandante impuso de una tacada a casi ochenta periodistas e intelectuales por limitarse a ejercer su profesión, negándose a ser meros altavoces de la propaganda del régimen, parece que, por fin, colmaron la paciencia y las grandes tragaderas de los líderes europeos. A instancias de España e Italia, la Unión Europea decidió el pasado junio –y ratificó hace unos días– aplicar sanciones a Cuba, entre las que destaca su no inclusión en el acuerdo de Cotonú, instrumento por el que la UE canalizará en el futuro su ayuda y asistencia en materia de desarrollo y comercio exterior a los países de África, el Pacífico y el Caribe que cumplan unos mínimos en materia de libertades económicas y políticas y, sobre todo, en materia de derechos humanos elementales.

Sin embargo, unas sanciones que para cualquier gobierno preocupado mínimamente por el bienestar de sus ciudadanos habrían sido un acicate suficiente como para suavizar posturas e iniciar un proceso de diálogo, para Castro no será más que un pretexto que le permitirá intensificar la represión y la miseria –las fuentes de donde emana su férrea tiranía– en que viven los cubanos desde hace casi 45 años. El “elemental sentido de la dignidad” del pueblo cubano al que alude Castro como razón para rechazar la ayuda estrictamente humanitaria que puedan seguir ofreciendo los estados europeos a los cubanos no es más que un eufemismo de su propia soberbia, sabedor de que su régimen ya sólo engaña a quienes desean fervientemente dejarse engañar. Porque la dignidad del verdadero pueblo cubano –no la del aparato represor dirigido por Castro, al que nunca le falta nada de lo que pueda comprarse con dólares– se traduce en que la mayor fuente de divisas de su régimen es, aparte de las remesas de los exiliados, la mano de obra esclava que el comandante alquila al mejor postor –Marx se revolvería en su tumba– y la prostitución, donde sus esbirros ejercen de proxenetas de los muchos cubanos que se ven obligados a ejercer el oficio más viejo del mundo para sobrevivir.

Con todo, y por desgracia, no faltan simpatizantes del castrismo en Europa que, desde los cargos que ocupan, están dispuestos a seguir sufragando en Cuba, con el dinero de los contribuyentes, precisamente lo mismo que condenan con tanta energía de cara a la galería: la pena de muerte, la tortura y los delitos de opinión. Castro sigue contando con ellos para sostener su agonizante régimen –su fin, como el de su persona, están ya próximos– con la esperanza de que le sobreviva. Por eso afirmó que aceptaría ayudas de quienes no imponen “condicionamientos políticos”: ONG –muchas de ellas, por no decir la mayoría, viven de las subvenciones oficiales–, y gobiernos locales y autonómicos, en clara referencia a Ibarretxe –quien, entre otras muchas ayudas, informatizó la misma “justicia” del “modelo referencial” que condena a muerte o a cadena perpetua a los disidentes– y a los ayuntamientos de IU, en el que destaca el de Córdoba, gobernado por Rosa Aguilar.

Castro espera suplir las ayudas de la UE con el tributo que los castristas españoles y europeos recaudan para él de los contribuyentes; pero sobre todo con los sablazos que pueda propinarle a su alumno predilecto, Hugo Chávez, quien emplea las riquezas petrolíferas de los venezolanos en apuntalar al mismo tipo de régimen que ellos pretenden evitar por todos los medios posibles en su país. Una razón más, añadida al desafío liberticida y totalitario de Ibarretxe, secundado por Madrazo, para excluir de la lista de partidos democráticos al PNV e IU, que comparten “modelo referencial” en el País Vasco.


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