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Cristina Losada

De “progres” en Macondo

Hace tiempo que la estrella de García Márquez se apagó en mi pequeño firmamento literario. Pero no ha habido cataclismos, claro. El escritor sigue deslumbrando a otros muchos lectores y sus memorias figuran entre los libros más vendidos. Yo sólo las he hojeado para ver qué dice de Aracataca, su pueblo natal. Y lo que dice es poco más de lo que sabía: que ese pueblo del norte de Colombia le proporcionó la materia prima para crear Macondo, el pueblo de “Cien años de soledad”. Sólo vivió allí en su primera infancia y cuando regresó por un asunto familiar años después, le dio el golpe de inspiración que le hizo escribir la novela que lo catapultó a la fama.

En Aracataca a mí lo que me dio fue un golpe de sol, que no a todos nos protegen las musas. Además, me llevé una sorpresa: no se hablaba del escritor. Esto no ocurrió hace cien años, aunque me lo parece, sino “cuando yo vivía viajando”, como decía un vallenato que entonces sonaba en Locombia, y pasé por el pueblo del Nobel. Hacía tres años que le habían dado el premio y algún fan había pintado en unas casas abandonadas leyendas alusivas y un “Bienvenido a Macondo”. Ya no se llegaba allí en tren y la estación resistía como podía el embate del tiempo y la vegetación. El pueblo estaba, como aquel edificio, en franca decadencia. Por lo visto, se había acabado una edad de oro del narcotráfico en Santa Marta y no había plata por ningún lado.

Hubo que sonsacar a la gente para saber qué demonios le pasaba al pueblo con el escritor. Poco a poco fue saliendo lo que pensaban: el famoso Márquez no había hecho nada por el pueblo; el pueblo le había servido para ganar celebridad y dinero y él no había correspondido, ¡ni siquiera iba por allí! ¿Y si no quería que la realidad le destrozara el recuerdo? Los lugareños se reían, ellos no vivían en las nubes. La dueña de un barcito expuso el caso de un hombre de un pueblo cercano que había tenido éxito como boxeador: había dado dinero para que asfaltaran las calles. En Aracataca tenían que sufrir calles de tierra, lo que significaba polvo en la época seca y barro en la lluviosa.

Como buenos occidentales a la busca del paraíso perdido, mi amigo Ambrosetti y yo les advertimos de los males que les sobrevendrían si asfaltaban. El ecologismo estaba en sus albores, pero la mentalidad que lo haría extenderse ya existía; nosotros la teníamos. Y teníamos también ese deseo del occidental, que es puramente egoísta, aunque se presenta como todo lo contrario, de que los pueblos y países menos desarrollados se queden casi, casi como están. O como se dice para hacerlo más presentable, que no cometan los mismos errores que nosotros. “Ustedes viven mucho mejor así que si asfaltaran y esto se llenara de coches”, les decíamos, “miren que ya no podrían hacer estas tertulias en la calle”.

No les convencíamos. Ellos querían el progreso, la comodidad, la prosperidad. Naturalmente. Asfaltar las calles era un detalle que significaba todo eso. Nosotros, como luego harían tantos “progres” por el mundo adelante, ya encuadrados en tinglados de poder creciente, les decíamos que el progreso era malo, que iba a destruir su modo de vida ancestral, el cual era mucho mejor que el nuestro. “Progres” contra el progreso... de los demás. Sólo el occidental harto de prosperidad y cansado de su propia cultura se permite decirles a los otros que deben despreciar ambas cosas. Y cae en la contradicción y la arrogancia de darle lecciones a esas “otras culturas” que tanto dice amar. No quieran ser ustedes como nosotros, oigan, que lo suyo es mejor. La mayoría no traga, claro.

Aquellos de Aracataca, desde luego que no. Y su deseo de progresar parece que se ha visto recompensado. El pueblo cuenta hoy con un Museo-Casa de García Márquez y celebra todos los años un encuentro de escritores. Por las fotos que he visto diría que las calles han sido asfaltadas. Espero que estén contentos los aracataqueños, que aparte de simpáticos y hospitalarios, tenían en alto grado una cualidad muy extendida en Iberoamérica: hablaban maravillosamente. Esa era su mayor riqueza. Suerte que tuvo “Gabo” de nacer allí.


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