Menú
Lucrecio

Milagro en Nueva York

Hay ciudades, muy pocas, que poseen ese prodigio: poner, por primera vez, el pie en sus calles, es haberlas habitado desde siempre. Uno se reconoce en ellas, porque, aun sin saberlo, han estado en nosotros desde siempre. En imagen o en literatura, tallando en silencio nuestro inconsciente mucho antes de que sepamos siquiera que eso tiene un nombre. Ciudades que hemos habitado antes de ser nosotros –si es que alguna vez de verdad lo somos.

Son muy pocas y están extraordinariamente fechadas. Algunas ya no existen más que en la complaciente ficción de las ruinas; pero sigue siendo difícil pasear por la Acrópolis ateniense sin que algo te atenace la garganta y el alma más allá de cuanto nadie puede conmoverte. Algunas han sido devoradas por los turistas, hasta dejarlas en mentirosa vitrina de quincalla. Da lo mismo; un pasado perturbador resuena, casi insoportable de tan intenso, en la memoria del que aguanta a pie firme el aguacero en el centro de la inundada plaza veneciana de San Marcos, por más que todo en torno suyo se haya vuelto baratija para cámara y vídeo.

Hay ciudades que son nosotros. Walter Benjamín sabe eso del París del siglo XIX, que fue el mundo. Y deja de ello majestuosa declaración de amor, a la cual la muerte condenó a lo fragmentario, en sus Pasajes. Nadie que lea eso podrá seguir diciendo que una ciudad es una cosa. Hay ciudades que no fueron nunca cosas; son nosotros.

Nueva York es la última de ellas. La conozco muy mal. Y, sin embargo, es como si jamás hubiera estado en otro sitio. Todos mis sueños –que, por supuesto, no son míos–todos mis fantasmas, sueños, delirios, también terrores, están ahí. ¿Los puso el cine en mí, cuando apenas tenía la edad de ir hablando malamente? ¿Los pusieron los libros, y, antes que ellos, los tebeos, que aún se llamaban cómics? Es eso. Y es mucho más. Hay ciudades que quintaesencian la historia de su tiempo. París fue la capital del siglo XIX. Y yo, que amo el anacronismo, la amo por eso. Nueva York fue la capital del XX. Y no hay palabras para decir la turbación que mirarse sobre su espejo te produce.

La noche del apagón temí por el inevitable caos, inevitable estallido de pánico, inevitables saqueos y pillajes... Ya se habían producido hace tres décadas. Y pensé qué pasaría con una cosa así en un país como el nuestro, donde un simple bulo en madrugada de semana santa provocó la peor avalancha de la historia sevillana. Y pensé cómo hubiera reaccionado cualquier ciudad europea a una cosa así, tan sólo dos años después de un bombardeo con más de 3.000 víctimas. Y me acosté aguardando lo peor. Vi, a la mañana siguiente, las imágenes sosegadas de la ciudad a oscuras. Vi a gentes que exhibían cualquier cosa menos descontrol o pánico. Supe que los actos de vandalismo habían sido casi inexistentes. Y comprendí que tenía que ser así.

Sé que el apagón ha sido una catástrofe económica. Sé que ha sido también ocasión para la muestra de contención ciudadana más asombrosa de estos últimos años. Sé que ninguna ciudad, hoy, de esas dimensiones lo hubiera conseguido. Me he reconciliado un poco con la especie humana. No, con la especie humana no. Con las ciudades. Con la Ciudad. Esa que ha sido Babilonia, o Jerusalén, o Roma, o París, en otros tiempos. Y hoy se llama Nueva York.


En Sociedad

    0
    comentarios