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Oscuro iluminado, pirómano de cartas magnas, Maragall no siente la llamada de la Historia sino de la leyenda. Es el nieto que ha de hacer realidad los versos del abuelo vate. En uno de los poemas predilectos de las autoridades educativas catalanas cantó Joan Maragall, entre otros desatinos (traduzco libremente): “...todo perdiste –nada tienes. / España, España –vuelve en ti, / ¡arranca el llanto de madre (...) ¿Dónde estás, España? –No puedo verte. / ¿No oyes mi voz atronadora? / ¿No entiendes esta lengua –que te habla entre peligros? / ¿Acaso ya no sabes entender a tus hijos? / ¡Adiós, España!”.

La “Oda a Espanya”, escrita nada menos que en 1898, marcó al nieto aventajado. Por directa llamada de la sangre, el hombre que puede regir el destino de Cataluña se dispone a entonar, esta vez de verdad, el “Adéu, Espanya”. No son comunes lecturas las que lo enlazan con los plañideros del noventa y ocho. Es la herencia sectaria que opera sobre un espíritu altanero de historiador amateur, erigido en temor del Mediodía francés tras arriesgadas volteretas mentales. Pilotando su máquina del tiempo ha ido a caer en plena Corona de Aragón. Iletrado con pátina de culto, gasta ese tono de suficiencia que los catalanes tenemos que aguantar a los apellidos “de toda la vida”. Tiene en mente desandar España en un retroceso que nadie le ha pedido y que él cifra en siglos y no en milenios sólo porque sus conocimientos no le permiten llegar a Roma. Y eso a pesar de haber perdido el juicio político, con el eco olímpico en los oídos, en la ciudad eterna, donde comprendió que había superado a su admirado Porcioles. Donde decidió ser Jaime I.

Esta broma de reinos, poemitas y vanidades tendría gracia si el candidato socialista no fuera tal. Recordaría las alucinaciones de esos tipos que se creen Cagliostro. Pero se trata de la voz del cinturón rojo, y está vendiendo su aventura a una militancia que adoraba a Guerra, a una inmigración que se dejó catalanizar por razones estrictamente pragmáticas, a votantes urbanos del siglo XXI y, qué incomodidad, también al PSOE: a Bono, a Rodríguez Ibarra, a Alberdi, a Gotzone Mora. Sólo su colega pirómano Odón Elorza aplaude entusiasmado la iniciativa de matar el consenso constitucional, romper el partido e inaugurar una larga época de inestabilidad.

Con los mimbres del legado de su abuelo cebolleta y la osadía de su partido leninista, el vejete con más ocurrencias de la transición municipal ha articulado un discurso que podrá parecer delirante (Artur Mas mentó su delirium tremens y le tuvo que pedir disculpas), pero a los universitarios de Barcelona Maragall les parece un político razonable y moderado. ¿Opinarán lo mismo sus votantes naturales de Cornellà, Esplugues y Santa Coloma, que nunca han dejado de sentirse españoles? A ellos corresponde decidir si optan por el fin de la estabilidad nacional (y, por tanto, de la prosperidad) o si le dicen, con su abstención o con su voto, “Adéu, Maragall!”, y mandan de una vez a freír espárragos a los progres de la burguesía catalana que llevan tres décadas intentando lobotomizarlos.

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