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Víctor Llano

"Gallegos contra- rrevolucionarios"

Termina otro verano y nada ha cambiado en la Isla del Miedo. Tal vez porque escapé de allí en el mes de agosto de 1969, inconscientemente siempre esperé que sería en verano cuando toda aquella barbarie se desvaneciera. Sin embargo, ya me he convencido de mi error. Se suceden las canículas y nada cambia en Cuba. Ya casi no espero nada. Sólo queda el miedo. Doce años viví allí y, aunque no son muchos, sí son suficientes para recordar el miedo que sentía. Si la infancia es la única patria del hombre, mi patria es el miedo. Miedo a que me llamaran “gusano”, a que se burlaran de mí en la escuela, a que se llevaran a mi padre muy lejos, a que no nos concedieran el permiso de salida, a que públicamente me humillaran una vez más y me forzaran a ponerme el pañuelo de pionero, a que me ordenaran subir a un camión y me encerraran en una escuela en el campo, a que me quedara sin ningún amigo, a que alguien acusara a mi familia de “gallegos contrarrevolucionarios” y nos encerrara en un nuevo y siniestro laberinto...

Llevo 34 años viviendo en España y en todo este tiempo jamás pasé tanto miedo como el que sentí en La Habana. Cuba es muy bonita, seguro, y los cubanos son simpáticos y muy listos, nadie lo duda, pero si con una sola palabra tuviera que explicar a alguien los años que viví allí, esa palabra sería miedo. Pasan los años y no desaparece. Los canallas que arruinaron la vida de mis padres no sólo les robaron la esperanza y el esfuerzo de los mejores años de su vida, también dejaron en mí una sombra indeleble que me acompaña desde que tuve la desgracia de conocerlos. Cualquiera podía ser un chivato, todo escarnio era posible, la única ley era la mentira y la arbitrariedad. Vivíamos sin certezas y en un continuo estado de ansiedad. Todo lo peor podía ocurrir en cualquier momento y nada podíamos hacer para evitarlo.

Ya casi no recuerdo el sabor de la leche aguada, la miseria, la propaganda asfixiante, la discriminación en la escuela y la sensación de vivir inmerso en la más absurda de las mentiras, pero lo que no he podido olvidar es el terror que sentía porque pudieran llamar a la puerta de mi casa y llevarse a mi padre. Una tarde dos policías vestidos de paisano abrieron la verja de mi casa, atravesaron el largo y estrecho pasillo, le enseñaron una placa a mi madre, y le preguntaron dónde estaba su marido. Cuando muy poco después mi padre llegó, no le permitieron ni cambiarse de ropa, ni coger una muda, se lo llevaron con urgencia a una comisaría. Cuatro días tardó en volver a casa. No había sido él quien había robado en el bar donde trabajaba. Dios se apiadó de nosotros y el ladrón confesó antes de que trasladaran a mi padre a la cárcel. Pero en el puesto de policía le interrogaron incesantemente, le amenazaron con no volver a ver a su familia y con pasar muchos años en prisión. Jamás me olvidaré de aquellos cuatro días y de la tristeza y la desesperación de mi madre. Y lo peor de todo es que soy consciente de que lo nuestro no fue nada comparado con lo que han sufrido y sufren la mayoría de las familias cubanas.

Algunos amigos míos me preguntan por qué no hablo en mis artículos de lo bonitas que son las playas en Cuba, de lo bellas que son las mulatas, de los muchos ritmos de la música, del mango y de la papaya. La verdad es que no sé qué decirles. Creo que jamás podría hacerles entender mi incapacidad para ocuparme de todo eso. Por fortuna, ninguno de ellos recuerda lo que recuerdo yo. Sus miedos son más llevaderos. Más reales. Mis amigos no han tenido que huir de su país, ni han visto cómo le robaban a sus padres ya mayores lo poco que tenían. Para mis amigos Cuba es una isla agradable, para mí es una prisión grande.

Mi padre ya no volverá a La Habana y dudo mucho que mi madre pueda hacerlo. Ya es demasiado tarde para ellos. Como ya les conté en otra ocasión en que les hablé un poco de mi familia, sus verdugos les obligaron a volver a España dieciocho años más viejos, aun más pobres y con un niño de doce años. Aunque era casi nada, lo perdieron todo. No volverán. Incluso para mí ya es tarde. No obstante, si algún día puedo regresar sin temor a que me metan cocaína en la maleta o a que me acusen de trabajar para una potencia enemiga, intentaré complacer a mis amigos y hablar a mi regreso de playas y de anocheceres paradisíacos. Pero sé que ya nada será igual. Mi padre murió hace doce años, ahora su miedo es el mío y, aunque dicen que pronto todos podremos volver, que aquello no puede durar, recuerdo que eso mismo creíamos en 1966, cuando dos policías llamaron a la puerta de mi casa y preguntaron por mi padre. Hoy ya no pueden hacerle daño, pero mientras haya decenas de miles de cubanos muriéndose en las cárceles de Castro, me parece indecente hablarles de las bellezas que pueden encontrar en la Isla.

Ojalá no tenga que pasar otro verano antes de que pueda hacerlo, pero esta tarde no encuentro motivo para sentirme optimista. Disculpen que por segunda vez en dos años les haya hablado de mi familia, quizás haya sido un poco injusto, la mayoría de los cubanos sufrieron mucho más que nosotros. Aunque hoy sea más consciente que nunca de que lo que tarda tanto en llegar siempre llega tarde, no ha sido mi intención contagiarles mi pesimismo. A los que hemos nacido en tiempos de Fidel Castro no nos queda más remedio que seguir esperando. Después de tantos años no lo vamos a dejar ahora. Que me perdonen mis amigos. Tendrán que esperar. No voy a olvidarme de Cuba, ni del sufrimiento de los cubanos. No puedo. Si lo hiciera traicionaría la memoria de mi padre y jamás podría enfrentarme a mis miedos infantiles.

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