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Era difícil superar el nivel de emotividad alcanzado por Aznar en el último Congreso del PP, cuando anunció que se presentaba a la reelección en ese cargo por última vez, pero lo ha conseguido. Entonces le faltó llorar un poco, aunque casi hizo llorar a todos. Ahora, al entregar solemnemente el testigo a Rajoy en la Junta Nacional (hermoso nombre, por cierto) del Partido Popular, hasta ha llorado muy mesuradamente y, claro, ha hecho emocionarse a casi todos los demás. El suceso pertenece al orden de los grandes fenómenos y los acontecimientos inesperados, casi sobrenaturales, como la desaparición de los dinosaurios o el acercamiento de Marte. ¡Un político deja voluntariamente el poder! ¡Aznar ha llorado en público! ¡Y todavía hay quien no cree en los milagros!

La verdad es que Aznar lo está bordando. Y el PP, también. Es difícil separar lo que hay de representación y de conveniencia, de teatro y de realidad en esta puesta en escena del relevo, pero es que tampoco hace falta. Todo lo que se escenifica es real, la obra trata de personajes de carne y hueso, las pasiones son las de todos y de siempre, el aplauso y hasta el llanto son sinceros. ¿Cabe poner algún reparo?

Cabe, naturalmente, pero será otro día. En estos momentos tan emotivos, tan trascendentes para la vida de la derecha política y para la supervivencia de la libertad y de nuestra nación, lo esencial es convertir en acervo político de todos el ejemplo de uno solo y que llegue a ser tradición lo que de momento es sólo instauración: la renuncia al poder; el límite voluntario de la propia ambición. O lo que es lo mismo: la civilización.

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