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EDITORIAL

Tabaco: hipocresía y excesos publicitarios

No cabe duda de que el hábito de fumar entraña serios riesgos para la salud. Los efectos del tabaco sobre el organismo están suficientemente estudiados y contrastados como para poner en duda que fumar multiplica el riesgo de desarrollar un cáncer o de padecer enfermedades coronarias o de las vías respiratorias. Sin embargo, la obsesión antitabaco, importada del mundo anglosajón, empieza ya a revestir tintes inquisitoriales que, por cierto, también se empiezan a trasladar hacia los restaurantes de comida rápida. Todo ello en el marco de una especie de cruzada por la vida sana que proviene del otro lado del Atlántico. Y lo preocupante es que sus predicadores, con la excusa de la exhortación a los hábitos saludables, empiezan a emplear tácticas propagandísticas propias del agitprop leninista, aprovechando que los fumadores, conscientes de que su debilidad trabaja contra su salud, no se atreverán a protestar.

Se empezó por prohibir la publicidad de tabaco en TV. Después le tocó el turno a la radio, y finalmente a los medios escritos. Y vistos los resultados, las autoridades comenzaron a insertar antipublicidad en las cajetillas. Al principio, mensajes muy discretos y moderados; más tarde, algo más explícitos; hasta llegar a hoy, donde son casi sentencias de muerte. Pero los burócratas europeos, no contentos con llenar la mitad de las cajetillas de tabaco con mensajes apocalípticos, planean incluir en un futuro próximo fotografías de pulmones alquitranados o carcomidos, así como de pacientes conectados a una botella de oxígeno. Es decir, amenazan con vivas imágenes del infierno de la enfermedad para que los fumadores se enmienden y no “pequen” más.

La desproporción de esta proyectada campaña antitabaco puede advertirse con claridad si se tiene en cuenta que en las campañas publicitarias del Plan Antidroga jamás han aparecido imágenes de heroinómanos con el mono, de cocainómanos en permanente estado de ansiedad y con los tabiques nasales perforados o de las secuelas que acarrea a la salud mental el consumo prolongado de anfetaminas. Del mismo modo, nada parecido se ha hecho para combatir el alcoholismo, tanto o más perjudicial para la salud que el tabaquismo. Además, las consecuencias del alcoholismo –no digamos ya las de las toxicomanías–, al contrario que el tabaquismo, suelen afectar a terceros (malos tratos domésticos, accidentes de tráfico, etc).

Si “fumar mata”, como rezan, por disposición europea, las cajetillas de tabaco, ¿por qué no se prohíbe el tabaco? Y si, realmente, al fumar se incurre en peligro mortal, ¿cómo es que el Estado y la Unión Europea subvencionan a través del FEOGA las plantaciones de tabaco? ¿Y cómo puede defenderse que la Hacienda española recaude por el Impuesto sobre las Labores del Tabaco casi 6.000 millones de euros (un billón de pesetas) al año a costa de la salud o incluso de la vida de los fumadores? Los excesos publicitarios supuestamente inducidos por la preocupación de nuestros filatrópicos burócratas por la salud de los fumadores, casan demasiado mal con la hipocresía recaudatoria, que en los últimos años ha crecido exponencialmente sin que por ello haya disminuido sensiblemente el número de adictos al tabaco.


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